Mujeres, política y traiciones II (Juanitas)

En esta segunda entrega posprimer debate presidencial habría que sopesar las fuerzas de esos hilos y deudas históricas que cada mujer lleva consigo, esas extrañas lealtades con el linaje de madres, abuelas y demás ancestras. Lo cierto es que este país se está repensando y replanteando. Nos toca como ciudadanas y ciudadanos velar porque las mujeres no sean solo parte de un escenario. “Mujeres, política y traiciones” desnuda paso a paso las redes de pasiones y desencuentros que complejizan el hecho de ser mujer en el poder.

c)

“Déjenlas que hablen, escriban, vayan a las curules, etc… Les daremos migajas de ilusiones, pero seguirían siendo el eterno usufructo de nuestros planes”.

La mesa de caoba destilaba aromas profundos a bosques y aromatizantes agobiantes; La mezcla se volvía intolerable al olfato con el agregado de los cigarros que eran fumados.

Seis hombres de mirada grave y ceño fruncido, discutían sin darse la palabra. Las voces se volvían gritos, a veces insultos, después solo susurros y monólogos aplastantes.

La amplia sala, iluminada por ventanales que daban a un jardín ostentoso de mármoles y gárgolas indescifrables era la sede de una reunión del más alto nivel político en la capital de México. Conclave de palabras que se vuelven designios y que afectan la vida de hombres y mujeres hasta en el paraje más recóndito, y que en ningún momento de la vida de estos sujetos llegarán a conocer ni por casualidad.

—Estamos perdiendo el pinche control del país, no mamen con eso de seguir incrementando subsidios y programas —rugió Santiago mientras aún le recorría la garganta.

—Cálmate, cabrón, que bien que nos funcionó, por trescientos o quinientos pesos tuviste a tus candidatos en el mole.

—Ahora se me callan todos y atiendan, esta es la indicación, ya se acabó la hora feliz de las opiniones a complacencia; escuchen bien cabrones, vamos a utilizar la mamada esa de la cuota de género para chingarnos las diputaciones, presidencias municipales y regidurías hasta que se nos hinchen los huevos.

Un silencio sepulcral inunda la sala. Los oyentes se miran entre sí, incrédulos, como si les hablaron en sánscrito.

—Disculpa Santiago, ¿de cuál fumaste hijo de la chingada? —dice el hombre obeso de barba llamado Edgar, mientras lo acuerpa un coro de carcajadas.

—Fume de la que te voy a meter en el trasero pinche puto; esto que les voy a decir es oro puro; ya lo hablé con el jefe y casi se me hinca de emoción, pues esta es la idea del siglo. Así que abran esa madre de cerebro o lo que tengan en la cabeza porque esto es el futuro para perpetuar nuestro poder.

—Suéltalo pues, claro y directo, sin tanta retórica, ¿qué vamos a hacer?

¿Qué tiene que ver con la cuota de género?

—Todo candidato de nuestro equipo, en la posición que sea, tendrá que colocar a una mujer de su confianza para que sea la candidata oficial, por cuota de género necesitamos meter mujeres, pero no queremos que gobiernen ni que piensen, las queremos para lo único que sirven, ¿estamos de acuerdo? —declara con sorna Santiago mientras el coro de carcajadas lo secunda.

—O sea, que seremos los machos el poder tras el trono.

—Así es, pueden poner su mujer, su querida, su hermana, su hija, y a la hora de ya tomar posesión, que ella deje el cargo argumentando cualquier pendejada, o igual, pueden quedarse, pero que solo sean figuras.

—Está cabrón.

—A toda madre.

—¡Que hijos de la chingada son, pinches mentes enfermizas!, pero a la verga, lo armamos.

De pronto hace su aparición una sexy pelirroja, que lleva bebidas alcohólicas y botanas en una charola de cristal, su diminuta vestimenta levanta sonrisas y miradas lascivas.

—Creo que ya tengo mi primera candidata —exclama Rodríguez tomando de la cintura a la joven, obligándola a sentarse en sus piernas mientras suelta una gran carcajada que hace eco en las del grupo.

La joven sin comprender, sede sin oponer resistencia, sonríe, y hace señas para que se incorporen al grupo otras mujeres vestidas igual de provocativas. Rodríguez le besa los hombros sin recato.

La mente de cada uno de los asistentes viaja en el tiempo y la distancia. Recorre los rostros y cuerpos de mujeres que conocen, las que tuvieron en sus camas, las que tienen contratadas como acompañantes favoritas, ¿por qué no?

La amenaza de una tormenta se hace presente a través de una serie de relámpagos compulsivos seguidos por rayos.

—Mi mujer va a bajar con turbulencia —libera sus pensamientos en voz alta Santiago

—Y dónde andaba ahora la comadre Carmelita, como que le das mucha suelta —comenta Carlos Álvarez.

—Se fue a presentar un libro a la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, que le ayudó a editar mi cuñada Alejandra —explica con voz grave y molesta.

—¿Así le llaman ahora?, ¿cuñada? A los “sanchos” —resopla Edgar, levantando la ceja con una mueca, mientras hace la señal de cuernos con las manos y dedos.

—Cálmate pendejo, párale cabrón, más respeto para mi vieja –alza la voz Santiago molesto ante la risotada del pequeño grupo, mientras le sigue el coro de las risas femeninas que al inicio no entendieron el sarcasmo de la posibilidad del “sancho”. En su deber congeniar siempre, están dispuestas a corear y agasajar a los clientes, aun sin comprender ni pizca de las conversaciones. Las mismas que saben que no deben replicar ni comentar so pena de perder no solo su trabajo, sino su vida. En esos ambientes no se juega al chisme.

d)

“De alguna manera debí de haber presentido: soy novelista”.

El vuelo fue demasiado turbulento, acompañado con los gritos estridentes de un bebé, que creaba una atmósfera caótica en el vuelo 960 que trataba de llegar a tierra firme, contra una tormenta nutrida de rayos y truenos.

Porque si algo es una constante en mi vida, es mi espíritu libre y divertido; de las tres, siempre fui distinguida como a la que los problemas se le resbalan: “Carmelita, la que vivirá doscientos años”, la que siempre es optimista y levanta el ánimo a sus hermanas.

De pronto, toda mi historia e interrogantes estaban aquí conmigo, revolviéndose, o mejor dicho, convulsionándose en mi ser. La voz del piloto se perdía entre los gritos de mi conciencia que me impelían confrontar mi amnesia y desesperanza bien guardada en la mazmorra de mi vida.

Tengo cientos de páginas escritas de poemas, vivencias, anécdotas burlescas de mi devenir en la clase alta mexicana. Salvaguardar nombres y sitios me ayudó a presentarla con ella, aprovechando que, si cuenta con una editorial, esta obra que titulamos entre risas y mucho sarcasmo Las horas sin mí, sobre las peripecias de las damas casadas con políticos mexicanos, fuera publicada.

El avión aterrizó de forma violenta, como era de esperarse, entre gritos y protestas de los pasajeros. El grito de Gloria fue uno más. Esa joven de origen indígena, deseosa de saber más y más, junto con la valentía y garbo de mi hermana Alejandra, hicieron de mi viaje una experiencia estimulante, nuestro vuelo fue el último del día, ese que baja a las 11:50 de la noche, en donde las azafatas hasta perdieron el brillo de su labial, y la paciencia colectiva escapó por completo.

—Hermanita, ¿Santiago no vendrá?, ¿vamos juntas? —como siempre, Alejandra adivinaba mis pensamientos; ya transcurrió una hora y no aparecía mi esposo.

—Siempre se retarda, ya ves que tiene miles de asuntos —yo lo justifico como siempre desde que lo conocí, nublada de amor y fantasías.

—Sí claro, Carmelita —susurraba agotada Alejandra conteniendo improperios.

—Bueno, si no viene por ti me llamas y me regreso, ¿entendido? —Alejandra me da un fuerte abrazo y un beso, trata de consolar lo que sabe se agita en mí. Gloria me sonríe y yo le doy un beso. Es una chica especial.

Las veo irse, suspiro. Y en cuanto se pierden, espero diez minutos más. Pasa una hora, intento marcar y descubro mensajes celópatas, llenos de insultos, que con quién me acosté para que me editaran mi libro. Cabrón enfermo. Pero sé que también tiene la influencia de sus amigos nacos, que tienen mujeres dopadas, operadas, con una vida semejante a una planta de traspatio.

Tomo un taxi ante el silencio. Llegué cansada y con deseo de tumbarme en la cama… Soy todos y ningún personaje a la vez.

Vivo emancipada en mis sueños, y agazapada en aras de mejores mañanas. Para nada soy conformista… solo espero. Las luces apenas me iluminaron para llegar a la recámara, en una estancia contigua se adivinada su presencia, densa, extraña. Me acosté y recorrí la habitación, para mi sorpresa el póster de mi novela no estaba y entonces escuché con claridad páginas, hojas que él desgarraba y rompía con lentitud. Me cambié mi pijama, hice mi ritual nocturno de lavado de rostro y crema para los ojos, etc.

Por un momento me quedé suspendida en ese espacio multidimensional de lo irreal, de los conjuros, de los demonios y de los exorcismos. Quise contenerme, pero no pude… traspasé la puerta y vi con horror cómo rompía mi novela. Pregunté por mi póster y me respondió irónico:

—Está donde debe estar —su rostro estaba encendido de odio, perdido de sí.

—¿Qué te pasa?

—¿Por qué te tenías que acostar con alguien para que te publicaran? ¡Eres una puta! ¡Te metiste con Jairo! ¡Con Damián! —y mientras gritaba los nombres de mis personajes masculinos, me aventaba las páginas rotas a mi cara. Una vez que la hizo pedazos, me empujó contra la puerta.

—¡Eres un psicópata celoso! —alcancé a gritarle mientras dejaba la estancia corriendo.

Atónita y asustada, comprendí que el hombre estaba poseído por el demonio. En diez años de relación jamás se portó así, y menos con una escena de celos contra los personajes de mi novela.

Furiosa e indignada, quise volver a abordarlo y me volvió a rechazar con insultos sobre mi vida de “prostituta”. Afirmaba como perro rabioso que me

prostituí para conseguir la publicación de mi reciente libro. Estaba celoso de mi logro, uno en el que él no tenía nada que ver.

La sangre me hirvió. Jamás te metas con una escritora.

Llame al 9-1-1. Salí a mi calle para esperarlos, ante los ojos desorbitados de la gente de seguridad que él tiene contratada. Y cuando llegaron los oficiales, se asomaron con timidez ante la entrada imponente de mi casa de Las Lomas, preguntándome si ya se resolvió el problema o aún quería la ayuda. Típico de machos que se resisten a atender una demanda que implica confrontar su propio machismo y, sobre todo, confrontarse con otro macho que tuvo una conducta similar.

—Claro que sí necesito la ayuda.

—¿Dónde está el sujeto?

—En la planta alta, me agredió, me empujó, me rompió mis cosas y me las aventó. Levante, por favor, un acta con todos los datos.

—Dígale que baje.

Podía verlo como daba vuelta desde el balcón de herrería victoriana. El personal de seguridad de la casa fue a mi encuentro.

—¿Qué pasa señora? ¿Por qué no nos avisó? —yo los ignoré.

Y grité de tal manera que en la quietud de la noche mi alarido cruzó la distancia:

—¡Santiago baja!

Silencio sepulcral, por unos instantes, solo mi respiración agitada se escuchaba como un caballo desbocado.

Y de pronto, él, acicalado, con una sonrisa de quien comprende todo y no pasa nada.

—Oficiales, buenas noches —su voz era un falso ronroneo seductor, aparentando la ecuanimidad perfecta.

—Este señor me insultó y me empujó, tomen nota de su nombre y del mío —exclamé sofocada.

—Oficiales, ¡por Dios, es solo una riña de marido y mujer!… Yo soy… —su tono es burlón y sufrió una transfiguración, del hombre furioso, fuera de sí, a una especie de “piporro” compartiendo guiños, códigos machistas, billetes, mientras los vigilantes de la casa concluyen el trato y bajan el telón de la escena… de la eterna obra teatral de la corrupción que alimenta la impunidad.