El Gran Hotel Budapest

El caso de Wes Anderson es curioso. Es amado locamente por ciertos círculos intelectuales gracias a su minuciosa puesta en escena; odiado por muchos otros, quienes no bajan sus creaciones de un mero gusto hipster —cualquier cosa que eso signifique—. Con su cine no hay medias tintas, aunque un poco de distancia quizá sea lo único necesario para juzgarlo en toda su magnitud. En su pasado largometraje, Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom, 2012), algunos críticos apuntaron un estancamiento de ideas en Anderson, un aferre con su estilo que terminaba por hacer sentir a la película pesada en sus imágenes, abigarrada en su perfeccionismo escénico. En El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), parece haber escuchado las críticas, para, después, mandarlas al carajo. Parece gritar a los cuatro vientos que prefiere morirse con la suya a ceder un centímetro de sus adorados colores pastel. No es casualidad que Richard Brody de The New Yorker lo llame un “manifiesto artístico”. ¿De qué trata? Gustave H. (R