El joven Petipo solía ir a las funciones de ballet pues le gustaban las mujeres altas. Se anunció la presentación de “Las sílfides” -música de Chopin, coreografía de Mikhail Fokine- con motivo de cumplirse este año los 110 del estreno de la obra, y el muchacho invitó a su novia Frinesita a que lo acompañara al teatro. “No puedo -le dijo ella en el teléfono-. El médico me acaba de diagnosticar no sé qué cosa. Pero ven a mi departamento y haremos algo mucho mejor que ver bailar». Petipo se preocupó: “¿Qué fue lo que te diagnosticó el médico?». «Ya no me acuerdo -respondió la chica-. Usó una de esas palabras raras que emplean los doctores. Ven; te espero”. Acudió a la cita Petipo, y gozó los deliquios inefables del bien cumplido amor. Terminado el trance Frinesita le preguntó: “¿Cuál era el ballet que ibas a ver?”. Contestó el ahíto novio: “Las sílfides”. “¡Ándale! -se alegró la muchacha-. ¡Por ahí va el nombre de la enfermedad que me diagnosticó el doctor!”. La señorita Peripalda, catequista, aleccionó a Pepito: “Si te portas bien irás al Cielo. Si te portas mal irás al infierno”. Preguntó Pepito: “¿Y qué tengo que hacer para ir a Disneylandia?». Se avizora un choque de trenes en Chiapas. El proyecto -sin proyecto- del Tren Maya ha enfrentado a López Obrador, que actúa como si fuera dueño del país, con los llamados zapatistas, que se sienten propietarios de una parte de él. Los conflictos de la razón suelen ser muy enconados, pero cuando entran en pugna dos irracionalidades la reyerta puede tener efectos impensados. Desde luego AMLO dispone de todos los recursos del erario para diluir cualquier posible resistencia, como sucedió con los inversionistas del aeropuerto de Texcoco. Sin embargo en el caso del tren obradorista se toparían dos intransigencias: la del poder sin freno y la del mito alejado de la realidad. De ese encuentro -de ese desencuentro- muchas y muy malas cosas se pueden esperar. Sir Galahad se puso al frente de sus mesnadas y tomó rumbo a Antioquia. Le dijo a su esposa Lilibel que iba a unirse a la Cruzada a fin de combatir a los infieles que se habían apoderado del Santo Sepulcro. Cuando había cabalgado ya 300 leguas tuvo que regresar a su castillo junto con sus tropas porque se le había olvidado la espada. Lo que vio al entrar en su aposento lo llenó de justificada cólera. He aquí que su mujer estaba yogando con sir Hardick, que se excusó de ir a Tierra Santa con el pretexto de que había engordado mucho y la armadura le apretaba. Mentira; vil mentira. Lo que el avieso caballero quería era gozar los pródigos encantos de lady Lilibel, a cuyo efecto se consiguió un abrelatas con el cual libró a la dama del cinturón de castidad que su celoso marido le había hecho poner. Al ver sir Galahad en plena refocilación a su esposa y a su terete amante no pudo sofrenar su ira. La contuvo, sin embargo, pues tenía presente el motivo por el cual había regresado. Le preguntó a la pecatriz: “¿Dónde está mi espada?”. Respondió ella: “La dejaste en el clóset junto con tus raquetas y tus revistas porno”. Fue el cruzado y abrió el clóset. En efecto, ahí estaba la espada. Y estaban también el paje de sir Galahad, el escribano, el racionero, los cinco guardias de corps y un monje mendicante perteneciente a la orden de la Reverberación. A todos ellos los había hecho entrar ahí milady para que esperaran su turno. El cruzado fue hacia su esposa y le gritó hecho una furia: “¡Infame zorra! ¡Vulpeja inverecunda! ¡Desvergonzada mesalina! ¡Cortesana ruin!”. “Galahad -respondió muy digna la mujer-. Tú dijiste que ibas a combatir a los infieles. De las infieles no dijiste nada”. FIN.

Mirador

Por Armando FUENTES AGUIRRE.

El canónigo Doménico tenía voz chillona. Sus homilías eran largas: solían durar casi una hora, pues el predicador se aprovechaba de que tenía un público cautivo que se resignaba a oírlo con tal de no perder la misa. Todos, sin embargo, acababan por no escuchar sus peroratas, y se ponían a papar moscas o a dormitar. El vanidoso clérigo olvidaba el dicho según el cual “La mente capta lo que la nalga aguanta”.

Cierto día le sucedió algo extraño. Estaba pronunciando con voz de vidrios rotos una de sus prolongadísimas monsergas cuando de pronto las palabras empezaron a materializarse. Los pocos sustantivos tomaron cuerpo, lo mismo que los innumerables adjetivos, artículos, verbos, adverbios, pronombres, conjunciones, interjecciones y preposiciones. Las palabras caían una tras otra a los pies del hombre, y empezaron a cubrirlo sin que él se diera cuenta. Al final desapareció bajo aquel palabrerío. Su voz ríspida se apagó; quedó en silencio el templo.

A nadie entristeció lo acontecido al sermonero. Antes bien todos se sintieron aliviados por su ausencia. El sacristán barrió con su escoba las palabras que habían cubierto al predicador. De ellas no quedó ninguna.

¡Hasta mañana!...

Manganitas

Por AFA.

“. En la noche de bodas el novio le preguntó a la novia si conservaba aún la perla de su virginidad.”.

La desposada que cito

al punto le contestó:

“La perla se me perdió,

pero guardo el estuchito”.