La peña se yergue imponente, inamovible. Generaciones van y vienen, pero ella sigue allí, firme, desafiando el paso del tiempo. Y a más de cuatro generaciones ha dado agua, sin egoísmo, como venero cristalino. Hoy le hicieron fiesta, por el milagro del vital líquido, de la vida.
La música de marimba rompe el manto silencioso del cerro cubierto de arbolado adulto y joven.
Un camino, solo recorrido a pie, pues los autos deben quedar a unos 800 metros, es adornado por vallas de esmeraldas vegetales.
Al pie del cerro está un tanque de almacenamiento, con 40 mil litros de agua.
Una enorme, pero discreta tubería está casi pegada entre el tanque y la peña, que luce una enorme oquedad. Es el famoso “Cerro Hueco”.
La entrada más pequeña solo permite el paso de alguien chico y delgado. Pero hay otra entrada subiendo un camino escarpado, sinuoso, tapizado de hojarasca que hace resbalar al más hábil alpinista.
“No tía Queta, ni lo sueñes”, grita Julieta, una joven que baja casi rodando. Ella entró por un momento a la cueva. El acceso por este lado es amplio, al principio.
Tía Enriqueta se desanima y regresa triste. Anhelaba entrar a la cueva.
Otros jóvenes salen también, asustados. Decenas de murciélagos salieron tras ellos, molestos por la luz de un flash. Alguien tomó foto dentro de la oscura cueva.
Otro joven desea entrar también, pero su compañero le advierte: “Dicen que el que entra ya no sale”.
“Já, fregados, cómo de que no. Yo entré y aquí estoy pue”, interviene José Dimas Gómez Pérez, de 65 años de edad.
Es uno de los más avanzados de edad de entre los presentes. Participó en la tercera fase de esta magnífica obra realizada al pie del Cerro Hueco.
Ha participado cada año en la limpieza y mantenimiento de la cueva que alberga al manantial subterráneo.
Sus ojos, sumidos por la edad, se entrecierran al recordar y se agrandan al exclamar que fue toda una aventura entrar a la cueva, la primera vez.
“Tiene más de 320 metros hacia adentro, donde está el vertedero. Hay partes muy reducidas. Cuando la ampliábamos, “tío Migue se dio un marrazo en la morra”, dice y ríen los acompañantes.
Los ancestros que habitaron la ribera tomaban el agua que salía a raudales de la peña. No había tubería.
Pero conforme transcurrió el tiempo y se fue agotando el caudal, para aprovechar mejor el recurso se decidió meter tubería hasta llegar al ojo de agua.
“Fue una odisea”. Por los rumores. Decían que estaba encantada la cueva, que se oía música de marimba alegre, pero al entrar ya no se salía vivo”.
Y entraron. Y salieron vivos, todos, excepto “tío Migue que no salió tan vivo, sino medio menso por el marrazo”, agregan y vuelven a reír.
Así se hizo el primer tanque, aledaño al cerro, con 40 mil litros. Más abajo otro de 116 mil litros y por último uno más de 216 mil litros.
Para aprovechar el vital líquido se creó el patronato de agua potable.
“Se paga a Conagua y al SMAPA por la concesión. Unos 80 mil pesos anuales a cada uno”, dice Humberto Jiménez.
“Es que cualquiera podía pagar este derecho y explotar este recurso. Por eso nos avivamos y en 2002 hicimos formal este convenio”, explica.
Los pagos son en cuatro trimestres. Participan más de 600 familias.
No lo dicen, pero en sus rostros muestran confusión, inconformidad. Conagua y SMAPA cobran por algo que no hicieron. La naturaleza y el esfuerzo de los colonos se han combinado para tener el suministro, pero otros cobran por ello.
Del Arroyo Grande que dio nombre a la colonia donde inicia Cerro Hueco, solo quedó eso, el nombre. En el lugar donde el afluente era caudaloso solo quedan piedras y el canal enorme, seco.
Y aunque el manantial de la cueva parece inagotable, los colonos no se confían. “No se crea, ya se nos secó hace 30 años. Fue terrible la sequía. Ahora gracias a Dios el nivel es bueno, pero con este tiempo ya nos está preocupando que se pueda secar de nuevo”, dice José.
La música de marimba cesa. La comida y el pozol han terminado también. Todos doblan sus sillas, las bajan a donde espera una camioneta y se van a casa.
El cerro vuelve a quedar en silencio. Sigue hueco, ocupado en parte por este manantial, habitado en partes por murciélagos y aún envuelto con el mito de que “quien entra no sale”.