Albertina y la alfarería en Amatenango del Valle

Albertina López Ramírez heredó el oficio de alfarera de su madre Candelaria Pascuala Ramírez Vázquez, quien empezó a enseñarle cómo moldear el barro cuando apenas tenía ocho años y ahora hace piezas como los codiciados jaguares que pueden llegar a costar hasta 15 mil pesos, incluso más.

Recuerdos

“Antes, en este pueblo que ahora se dedica a la alfarería, la gente no sabía hablar español, solo tseltal y tenía miedo a la gente que venía de fuera, no la querían recibir”, dijo la mujer, cuya tía, Juliana López Pérez comenzó a difundir la alfarería de Amatenango del Valle con viajes a Nueva York, Washington y otras ciudades de Estados Unidos en la década de los 80 del siglo pasado.

Mi mamá, contó Albertina, solo hacía utensilios de cocina como ollas para cocer frijoles, cántaros y tinajas grandes para guardar agua; macetas para sembrar plantas y pichanchas para colar maíz. Eran cosas que servían en la casa.

Adolescencia

Pero conforme fue creciendo ella decidió que había que ofrecer nuevos diseños artesanales y se dedicó a hacer jaguares, palomas, lámparas para colgar y de pared, platos de pared, chimeneas y muchas otras variedades. Los que más se venden son los jaguares y las palomas. Dependiendo del tamaño hay jaguares desde 500, hasta 15 mil pesos o más.

Proceso

El proceso comienza durante los primeros cinco meses del año, en tiempo de seca, cuando al igual que cientos de mujeres acude a extraer el barro al Cerro Grande (Amawits, en tseltal), ubicado en las afueras de este poblado, situado a poco más de 30 kilómetros de San Cristóbal de Las Casas.

Cientos de pobladores se encuentran en ese punto durante esa época porque la mayoría de habitantes de Amatenango del Valle, sobre todo las mujeres, se dedican a la alfarería. De hecho, este municipio no se entendería sin este oficio. Quienes no fabrican piezas, las compran para revender. “Desde nuestros antepasados se extrae el barro y no se ha acabado. Es como una mina que está en terreno ejidal. Es buen barro. No cualquier barro se puede usar”, detalla.

“Como dije, se extrae el barro y se almacena en una casita. Lo secamos en el sol. Después de 15 días se remoja una noche en el agua. El otro día se cierne la arena que traemos de otro cerro. Mojamos el barro. Colamos la arena y cuando está cernida agarramos un puño, amasamos el barro y empezamos a moldear las piezas”.

Todo está en su imaginación

López Ramírez, que solo cursó el sexto año de primaria, manifestó que no se guía en dibujos; “todo está en mi cabeza, en la imaginación. De la cabeza nos llega a la imaginación. Es como si estuviéramos soñando, trabajando las piezas. Así las hacemos. Una vez moldeado, el barro se queda secando en la sombra, tres, cuatro o más días según el tamaño. Luego viene la pulida, después de lo cual se deja secar otro tiempo y cuando está bien seco, se hace la quema en el horno”.

Explicó que “si no hay sol no se pueden quemar las piezas porque si están frías se revientan. Se calientan en el sol un rato, tres horas, y luego calentamos dos horas en el fuego. Entonces se mete la leña en el horno para un fuego grande y que empiece a quemarse dos horas. Después de quemado se queda enfriando y se saca al día siguiente. Una vez afuera se mojan las piezas en el agua para que no se desmorone”, refiere.

Personalización

Enseguida “lo decoramos con pintura natural y con pintura acrílica. Lo pintamos y lo sacamos a la venta. Dos meses más o menos tarda el proceso. Hacemos todo lo que nos viene a la imaginación, lo primero que aprendimos a hacer desde niñas son animalitos. Todas empezamos así”.

Una vez que están listas las piezas, Albertina las coloca en el piso o en los estantes que están instalados en la casa que funciona como el museo, en el que exhibe fotografías sobre el proceso de la alfarería, la ropa típica de sus antepasados y un vestido para el casamiento de las mujeres que ya no se usa, además de ropa de solteras, tinajas, metates para moler y muchas otras piezas.

Recinto

La casa también es sede de la agrupación llamada La Nueva Estrella, que bajo el liderazgo de Albertina aglutina a unas 50 mujeres que exhiben y venden sus piezas en ese sitio situado a dos cuadras de la plaza Central, atrás del templo católico. “Somos mujeres tseltales que desde nuestra constitución nos hemos dedicado a conseguir diversas formas de fortalecer nuestro grupo, impulsando la generación de empleos con la elaboración y venta de artesanías de barro que forman parte de la identidad cultural de Amatenango del Valle”, se lee en un letrero colocado sobre la pared.

“Cuando mis manos están amasando y moldeando el barro me siento bien, tranquila, contenta, me distrae. Me gusta lo que hago, me siento muy orgullosa de mi trabajo, me da mucha paz; después de un rato me levanto a ver mi casa, mi cocina. Lo que más me gusta hacer son los jaguares, que son los más difíciles, si nos gusta lo que hacemos nos salen bien bonitas las piezas. Me gusta lo que hago porque, además, así entra la paga para el pan de cada día”, concluyó.