Delgado, cabello rubio, con una nariz como pico de tucán y un tanto jorobado, es como describían algunos a Carlos Frey, quien en realidad se llamaba Herman Charles Frey, originario de Staunton, Illinois, Estados Unidos.
Llegó a Ocosingo, Chiapas, en abril de 1941, después de hacer un recorrido a pie desde la Selva Lacandona, pasando por Tabasco, Campeche, Yucatán, Quintana Roo y retornando a la entidad chiapaneca, donde fue encontrado por un tal “Pepe” Tárano.
Tárano, nacido en la región de Asturias, España, al ver las pésimas condiciones de Carlos Frey, en abril de 1941, se le acercó y después de conversar un rato, lo invitó a la finca llamada El Real.
Allí, Frey conoció a una pareja de norteamericanos que le comentaron que buscaban desde una avioneta una antigua ciudad perdida. La “leyenda” le fue confirmada más tarde por unos trabajadores de la finca.
Una carta que data del 8 de mayo de 1941, escrita por Frey a su madre, en uno de los renglones escribe: “Ya sé mamá lo que soy en esta vida, soy un arqueólogo”. Días después de esta fecha lo vieron partir hacia la inmensa selva, donde terminarían días.
Febrero de 1946
El primero de febrero de 1946, dentro de la selva se encontraban Carlos Frey con su amigo José “Pepe” Chambor, un lacandón que había nacido y pasado su niñez en la selva, donde decía haber conocido las casas de piedra de sus dioses; también los acompañaba el adinerado estadounidense John Bourne.
Este último había llegado a la selva con un gramófono de manivela para mostrárselo a los lacandones, quienes quedaron fascinados por las melodías que emitía este nuevo aparato.
Bourne y Frey llamaron a solas a Chambor para decirle que si les enseñaba el camino a la ciudad perdida, el gramófono sería suyo, de acuerdo a lo que dijo el mismo Chambor a un miembro del Instituto Lingüístico de Verano en 1965.
El seis de febrero, los tres aventureros llegaron al sitio que en sus mapas denominaron como “la Ciudad Perdida”; descubrieron, bajo un montículo de tierra y una espesa vegetación, las ruinas de lo que después se denominaría Bonampak.
Durante las siguientes mañanas Frey y Bourne salían a evaluar los vestigios y a explorar el lugar.
En una entrevista dada por Carlos a un revista llamada Vida, comenta: “Encontramos siete construcciones en buen estado, todas en lo alto de una pirámide”.
Comentó que algunos indígenas se negaban a dejarlos salir del lugar, porque decían que creían que se llevaban el tesoro de Cuahutémoc. “Abrimos nuestras maletas para enseñarles que no, al final Bourne tuvo que dar 750 pesos para que nos dejaran ir”.
Viajaron a la Ciudad de México para informar del hallazgo al INAH; luego, John Bourne desapareció con las grabaciones y otros archivos sobre el descubrimiento.
Por su parte, Frey quedó varado en la capital del país sin dinero. Se las ingenió para regresar al estado, donde se enteró de que un norteamericano había visitado el sitio recién descubierto, y halló un templo lleno de pinturas: el Templo de las Pinturas de Bonampak.
Se trataba de Giles G. Healey, que trabajaba para la United Fruit Company, y se encontraba en la selva chiapaneca preparando un documental sobre los indígenas que habitaban la selva, cuando dio con el hallazgo.
Tiempo después, Healey contó que un amigo suyo, Sylvanus Morley, le propuso bautizar al sitio con un nombre atractivo, formado por dos palabras Bonam (teñir) y Pak (pared): Bonampak. Se calcula que Giles G. Healey encontró dichos murales entre los meses de abril y mayo de 1946.
Muerte de Carlos Frey
En la primavera de 1949 llegó a Bonampak la primera expedición a estudiar el sitio, con recursos del Gobierno de México. El guía de dicha expedición era el mismo Frey. Algunos miembros contarían que Carlos dijo que con este evento buscaba un poco de la gloria que le correspondía, por haber contribuido al descubrimiento.
El 3 de mayo del 49, Carlos Frey salía de las ruinas de Bonampak para dirigirse a su canoa, en la cual viajaría río abajo a un lugar llamado El Tumbo, presuntamente por una planta de luz que había dejado.
Lo acompañarían Luis Morales, camarógrafo de Noticiero Mexicano, y Franco Lázaro Gómez, artista plástico oriundo de Chiapa de Corzo.
Horas después de la partida, el arriero Pedro Pech, originario de Yucatán, informó que vio flotar sobre el río lo que parecía ser un remo y siguiendo el cauce del río, descubrió una canoa atorada en unos troncos.
Al informar esto, la expedición entera salió en la búsqueda de sus compañeros; los rastreadores se percataron de que más adelante de la canoa, en el fondo del río, se encontraban Frey y Lázaro Gómez.
Continuaron la búsqueda pero no dieron con Luis Morales. Al caer la noche tuvieron que regresar al campamento. Sin embargo, a la mañana siguiente se dirigieron al lugar del triste hallazgo y encontraron pálido y sucio a Morales entre unos bejucos: estaba vivo.
El sobreviviente contó: “Pasamos un rápido que se veía calmado; de repente se nos levantó la punta de la canoa y nos dio vuelco sin darnos tiempo de hacer nada. Lo que le pasó a los demás ya no supe, porque yo venía adelante del navío.”
Los cuerpos fueron enterrados el 4 de mayo de dicho año, en un claro de la ribera del río Lacanhá. Se improvisó una cruz de madera donde se marcaron sus nombres con lápiz de carbón.