Si hubo un elemento notable en el tradicional desfile alegórico para anunciar la fiesta del barrio de Guadalupe, ese fueron los paraguas, que ayudaron a los fieles a recorrer las principales calles de San Cristóbal.
El párroco Pablo cuenta que salieron un poco tarde porque por el tráfico los carros alegóricos no llegaron a tiempo, “pero salió bien”, dice. Y no miente. A su paso, todos los trabajadores salen a la entrada de los negocios para ver pasar el desfile, que es encabezado por un joven caracterizado de San Juan Diego. Él, con bandera en mano, va en un caballo junto a una joven que porta un traje típico.
Detrás, los músicos y el párroco acompañado de varios monaguillos siguen la procesión. En el desfile también se observan a hombres y mujeres con los trajes de Parachicos. Se reparten vasos de refrescos y uno que otro caballito de tequila que comparten con una trabajadora de limpieza que detiene sus funciones para observar la algarabía.
En una pausa realizada frente a la iglesia de la Merced, el párroco logra comer una torta acompañado de agua. “Gracias a Dios que la gente va tomando consciencia de la fe y la fe no sólo es la cuestión de las costumbres, también es pedir por la paz, por las familias, para que tengamos una ciudad más tranquila”, dice.
El párroco hizo una invitación a la serenata el 11 de diciembre, donde, si ven que hay mucha gente, la iglesia quedará abierta toda la noche, hasta la mañana del 12, cuando sean las mañanitas. “Y por la tarde la llegada de las antorchas hasta la noche”.
La alegría del presente contrasta con lo sucedido varios años antes, en 1866, durante la lucha antirreleccionista, de la cual la iglesia de Guadalupe fue testigo. Y es que, pese a ser construida en 1835, diez años después seguía siendo una zona bastante despoblada, incluso, se diría, aislada de una población mucho menor a la que se tiene ahora. Esa soledad la hizo ser el campo de batalla de los enfrentamientos.
Según narra el historiador Miguel Ángel Muñoz, la arquitectura de la iglesia de Guadalupe pudo ser mejorada entre 1854 y 1864, cuando el obispo a cargo era Carlos María Colina y Rubio, quien recibió la condecoración de Comendador de la Orden de Guadalupe de parte del entonces presidente Santa Ana.












