En vísperas del 15 de septiembre, las calles de la capital se tiñen de verde, blanco y rojo; no solo en las plazas se ondea la bandera, también en los balcones, en los puestos ambulantes y en los corazones que recuerdan su historia.
Los artículos patrios -banderas, escudos, himnos en miniatura, sombreros tricolores y rebozos adornados con águilas-, se vuelven protagonistas de un ritual colectivo.
Son objetos sencillos, de papel, de tela o de plástico, pero cargados de un simbolismo que trasciende su materia.
La bandera se convierte en recuerdo de independencia; el escudo, en eco de raíces profundas; el himno, en canto que resuena en escuelas y otros lugares; los adornos, en espejos de identidad.
Vendedores toman las calles
Cada septiembre vendedores ambulantes levantan sus carretillas y llenan avenidas de trompetas, silbatos y listones que parecieran latir al mismo ritmo de la patria.
Memoria y esperanza
La gente compra no solo un adorno, sino un pedazo de historia portátil, un recordatorio de que la nación es más que territorio: es memoria y esperanza.
La bandera es un latido compartido. Sus colores no son simples tonos: son huellas vivas de lo que somos.
El verde guarda la esperanza, esa fuerza que sostiene frente a la adversidad e impulsa a imaginar un país más justo.
El blanco es unidad, el espacio donde caben todas las voces, la reconciliación que se necesita y la paz que aún se busca.
Y el rojo es sangre y memoria, la herencia de quienes entregaron su vida para que México pudiera pronunciar su propio nombre con libertad.