Al licenciado José Patrocinio González Garrido, ex gobernador chiapaneco, se le preguntó: ¿cómo se integró su familia nuclear?
“Mis padres, Salomón y Josefa, tuvieron cuatro hijos: Miguel, Arely, Salomón y Patrocinio. Nací el 18 de mayo de 1934 en la finca El Rosario, ubicada mitad en Tabasco y mitad en Chiapas, y registrada catastralmente en el municipio de Playas de Catazajá, Chiapas”.
¿Cuáles son los primeros recuerdos de su vida?
“Cuando vivíamos en las Lomas de Chapultepec, en la calle de Sierra Madre 380. En el patio jugaba con mi hermano Salomón soldaditos, canicas, cochecitos, y construíamos cercos, bardas y todo lo que se nos ocurría. También nos divertíamos con el trompo, balero, yoyo y ajedrez. Además, a Salomón le gustaban mucho los cuentos o historias, como él las llamaba. Él hacía que le contara alguna fábula, que tenía que ser diferente en cada ocasión, en donde él tenía que ser el héroe en toda la trama.
“Cuando tenía cerca de seis años había en el patio una enorme olla con chapopote hirviendo que se usaría para impermeabilizar. Pasando por alto la advertencia, intenté mover su contenido con un palito, hasta que la olla se volteó. Una parte de ese chapopote me cayó encima y provocó graves quemaduras en la pierna izquierda, teniendo que permanecer mucho tiempo en cama, sometido a curaciones dolorosas. Aunque trataba de ocultar mi sufrimiento porque mi madre ayudaba para aplicar un vendaje y otros tratamientos, lo que más me torturaba era ver cómo sufría por mi culpa. La parte agradable de este suceso es que mi mamá tomaba clases de canto y la escuchaba desde mi cama. Consideraba que la voz de mi madre era la más hermosa del mundo. El sólo escucharla me llenaba de alegría.
“No recuerdo cuánto tiempo estuve en cama, pero posteriormente sufrí una caída que me provocó una fractura. Una vez más me vi obligado a permanecer en el dormitorio y tuve que volver a aprender a caminar de nuevo. Pese a todo, puedo decir que he sido un hombre afortunado, y de todo infortunio he obtenido alguna ganancia”.
¿Por qué dice esto último?
“En una mesa que estaba en mi recámara, mi hermano Salomón tomaba clases para aprender a leer, escribir y sumar, a fin de entrar a la escuela. Le oía y miraba con sus letras y números, de manera que yo también aprendí a leer, escribir y sumar. Una vez que me restablecí, ingresé directamente a segundo grado sin haber cursado el primero. Otra oportunidad que también aproveché fue el haberme aficionado a la lectura. Entre varios libros que leí en mi niñez, vienen a mi memoria los volúmenes de ‘El Tesoro de la Juventud”.
¿A qué escuela asistió?
“La primaria y secundaria las cursé en el Instituto México, pero me resultó difícil. Las limitaciones físicas que presenté por el accidente me dificultaban relacionarme con mis compañeros”.
¿Otros recuerdos agradables y desagradables de su infancia?
“Agradables son las veces que íbamos a Xochimilco, los hombres vestidos de charritos y las niñas de chinas poblanas. Ponerme el traje de charro me provocaba una sensación de orgullo y satisfacción, me hacía sentir muy mexicano. También tengo presente cuando mi papá nos llevaba a comer a restaurantes que aún evoco con nitidez, así como las vacaciones en Acapulco o Veracruz.
“De aquellos años escolares hay algo que aún me emociona. Cada lunes, vestidos con traje de gala, se izaba la bandera y al cantar el himno nacional recuerdo que la piel se me enchinaba y nublaban los ojos. Y es que en esa edad se albergan sentimientos de abnegación, sacrificio, entrega y se anhela ofrecer hasta la vida, por un ideal.
“Por otra parte, los viajes a Chiapas eran interminables por las deficientes carreteras. Una impresión desagradable surgió de las caminatas en San Cristóbal de Las Casas, donde los indígenas se bajaban de las banquetas cuando nosotros transitábamos por ellas. Nos explicaban que era así porque algunos “coletos” los bajaban y hasta los llegaban a abofetear si no les cedían el paso. A la vez, a toda la familia nos causaba asombro, propiciado por el antecedente garridista en contra del alcohol, el ver a los indígenas al atardecer tirados en las banquetas o en los caminos, sin conciencia alguna debido a su borrachera. Pero la experiencia más triste ocurrió el 26 de septiembre de 1943, en que murió Miguel, mi hermano mayor. Cayó en una profunda barranca cuando participaba en una excursión. Era ‘boy scout’ y tenía apenas 14 años. Su fallecimiento modificó toda la dinámica familiar, y una prueba de ello es que mi madre nunca más volvió a cantar.
“Una remembranza ambivalente es la siguiente: como todos los niños, creí fielmente en Santa Claus. Pleno de inocencia, le deposité mi fe y fui defraudado. Una Navidad, Santa Claus le trajo a Salomón un hermoso tren eléctrico y en otra navidad fue otro tren eléctrico, ahora de carga. Con desencanto constaté una vez más que para mí no hubo ese juguete. Posteriormente, año con año, acompañé a mis hijos cuando soltaban sus globos de gas al cielo, con las cartitas atadas para que llegaran a Santa Claus. Yo consideraba que aquello era una pérdida de tiempo, pero la mamá nunca me dejó decirles que no existía. Lo mismo sucedió con mis nietos y qué bueno que fue así, porque finalmente descubrí que Santa Claus sí existe y es la parte agradable de este recuerdo; aunque esto último ya no ocurrió en mi infancia. El 25 de diciembre de 1996 me encontré con la grata sorpresa de que Santa Claus me había traído un bellísimo tren eléctrico. Me puse loco de contento cuando lo armé. Pregunté a quien cuida la puerta del condominio en que vivo si había visto la hora en que había llegado Santa Claus. Me dijo que no, pero que unos días antes había visto llegar a mi hija Patricia, muy misteriosa, cargando una gran caja como la de mi tren, pero nada más. Ante mi reiterada pregunta y siguiendo mi broma, me dijo algo así como: ‘Mire usted, al viejito gordo, con barba blanca y botas de charol no lo he visto, a su hija la descarto porque una mujer no puede ser Santa Claus’”.
¿Qué puede decir de su paso por la secundaria?
“En 1949, cuando cursaba el tercer año, se suscitó un grave problema en la UNAM que provocó un movimiento en contra del rector, doctor Salvador Zubirán. Me enteré de lo que estaba ocurriendo y decidí participar en los acontecimientos. No recuerdo si iba a favor o en contra. Lo importante fue la emoción de participar y sumergirme en la sensación de formar parte en los gritos y en las marchas. Parte de esa unión que parecía traducirse en fuerza”.
¿Qué puede comentar de sus padres?
“Nuestra formación estuvo a cargo de mi madre. Ella nos transmitía sus enseñanzas mediante los comentarios que hacía en torno a los cuentos que nos leía, y más frecuentemente por medio de historias que inventaba. Esos relatos eran cálidos, llenos de imaginación y fantasía. Falleció a los 96 años cuando la llevábamos al hospital. Es otro recuerdo muy triste que conservo, siendo ya adulto.
“Mi papá fue otra cosa. En las noches cuando llegaba a casa y nos veía estudiando, decía: ‘Estudien niños, estudien’, y seguía de largo. O cuando venía al caso, nos señalaba: ‘Los buenos modales niños, los buenos modales”. Ya más grandes, cuando salíamos de noche: ‘Mucho juicio niños, mucho juicio’. Ese padre que tuve es el padre que quise ser, pero fallé, no tuve su estatura. Falleció cuando me desempeñaba como gobernador”.
Al licenciado González Garrido se le inquirió: ¿la preparatoria y estudios universitarios dónde los cursó?
“La preparatoria y la Licenciatura en Derecho en la UNAM, el posgrado en Inglaterra, pero esas experiencias las platicamos en otros momentos”.
¿Algún comentario final?
“Soy un hombre afortunado, a quien la vida generosamente le dio muchas cosas”.