En la cosmovisión de los mayas lacandones, un árbol es un ser vivo, “una persona con alma”, a la que denominan winik (gente). Esta profunda relación de respeto, fundamentada en una creencia animista donde todo en la selva posee un espíritu, ha sido la base de un efectivo sistema de conservación ancestral, expuso la investigadora Alice Balsanelli, del Centro de Estudios Mayas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Durante una conferencia de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), la licenciada en Geografía Humana por la Universidad de Estudios de Milán detalló los hallazgos de su trabajo en las comunidades.
La especialista de nacionalidad italiana destacó que para los lacandones el daño a un árbol no es una acción trivial.
“Según el testimonio de Chankin de Nahá, si se le quita la corteza a un árbol, es como si se le sacara la piel a una persona. La resina que brota es interpretada como su sangre”, explicó Balsanelli.
La doctora en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia de la Ciudad de México expuso que esta convicción de que “el árbol es vivo” lleva a la comunidad a cuestionar prácticas destructivas, preguntándose con preocupación ante la deforestación: “¿Acaso no saben que los árboles lloran?”.
La importancia de los árboles se extiende a los mitos fundacionales y cósmicos de esta cultura. Balsanelli citó el mito de origen, donde los dioses crearon a los primeros lacandones secando figurillas de arcilla sobre una tabla de cedro, considerado el “árbol de los dioses”.
Asimismo, resaltó el papel central de la ceiba o yaxche, que actúa como una “madre silvestre”. “En el pasado, si un bebé fallecía, su cuerpo se depositaba en las raíces de la ceiba, que se convertía en su madre adoptiva”, relató la antropóloga.
Este vínculo sagrado llega hasta la concepción del fin del mundo o “Shurtan”. Los árboles son vistos como guardianes de restos humanos y de los animales de caza, para que, en un nuevo comienzo, la vida pueda reconstruirse a partir de ellos.