En el municipio de Chamula y en la comunidad El Romerillo, Chiapas, el viento de noviembre no solo mueve las hojas: también despierta las almas.
“Sk’in Chulelaletik”, murmura Lupita Licanchitón, de Chamula, mientras observa el humo del copal elevarse como un puente invisible entre los vivos y los muertos.
En tsotsil, significa fiesta de los fieles difuntos, un momento en que el tiempo se detiene y el corazón de los pueblos late al ritmo de la memoria.
En sus casas, las familias preparan altares con flores, cruces, velas y pox, ese aguardiente que en los pueblos es ofrenda y saludo.
Las mujeres trenzan el silencio con rezos, y los hombres enciendes velas para guiar a sus ch’ulel, de vuelta a casa.
“No es tristeza, es encuentro; el ch’ulel -espíritu- regresa a compartir la vida, porque aquí los muertos no se van, solo descansan un rato en el sueño del maíz”.
En la mística iglesia de Chamula, el murmullo de los rezos se mezcla con el sonido del arpa, mientras las señoras longevas llevan ofrendas a sus seres queridos.
Lupita comenta que el Sk’in Chulelaletik no es una simple conmemoración, sino una reafirmación del vínculo entre los mundos.
“En estos pueblos, la vida y la muerte son una sola palabra tejida en dos tonos. Cuando decimos lekil kuxlejal (vida buena), también hablamos de equilibrio con los que ya partieron”, concluye.












