Cualquier aspirante a pertenecer a la realeza británica tiene ante sí la difícil tarea de afrontar una prueba: pasar un fin de semana en el castillo Balmoral, en las colinas escocesas, donde una serie de formalidades se activan.
Diana de Gales afrontó esta experiencia en el verano de 1981, los primeros días de su matrimonio con el príncipe Carlos. Los ojos de la corona estaban sobre ella, la mujer que desafío los protocolos de la realeza.
Cruzar el pie equivocado al momento de sentarse, tomar el cubierto erróneo para degustar un peculiar platillo o simplemente no tener las palabras adecuadas en una conversación, parecen la sentencia que determinará el futuro de un miembro de realeza.
Imaginar el rostro de Diana con apenas 19 años de edad, y cruzar los campos de 20 mil hectáreas que rodean este castillo construido en su primera etapa a mitad del siglo XV, anticipa nerviosismo y asombro por igual.
Para dar inicio a la etapa vacacional, el protocolo indica una ceremonia donde la reina revisa la Guardia del Castillo y de ahí, almuerzos, paseos por los campos y asistencias a los servicios religiosos en Crathie Kirk, son algunas de las actividades que sobresalen entre las que se realizan al aire libre.
Si bien, las actividades diplomáticas de la realeza se encuentran en asueto, los protocolos reales no, aunque sí se relajan: reverencia al entrar al salón o no dirigir la palabra a la reina a menos que ella la dirija, son algunos ejemplos de las normas que se conservan.
Pese a que no existen versiones oficiales al respecto, es justo el apego a las formalidades reales las que han configurado la leyenda entorno a la llamada “prueba Balmoral”, siendo la de Diana una de las más comentadas.
Las anécdotas apuntan a que Diana tomó con desenfado las normas, actitud que la reina justificó pues consideró que era “una chica nueva” a la que le cuesta acostumbrarse a las cosas.