El caso de Wes Anderson es curioso. Es amado locamente por ciertos círculos intelectuales gracias a su minuciosa puesta en escena; odiado por muchos otros, quienes no bajan sus creaciones de un mero gusto hipster —cualquier cosa que eso signifique—. Con su cine no hay medias tintas, aunque un poco de distancia quizá sea lo único necesario para juzgarlo en toda su magnitud.
En su pasado largometraje, Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom, 2012), algunos críticos apuntaron un estancamiento de ideas en Anderson, un aferre con su estilo que terminaba por hacer sentir a la película pesada en sus imágenes, abigarrada en su perfeccionismo escénico. En El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), parece haber escuchado las críticas, para, después, mandarlas al carajo. Parece gritar a los cuatro vientos que prefiere morirse con la suya a ceder un centímetro de sus adorados colores pastel. No es casualidad que Richard Brody de The New Yorker lo llame un “manifiesto artístico”.
¿De qué trata?
Gustave H. (Ralph Fiennes) es el concierge del Gran Hotel Budapest, es un obsesivo en su trabajo y gracias a él, el centro vacacional es uno de los favoritos de Europa. Cuando una de sus distinguidas huéspedes (Tilda Swinton) fallece y le hereda un hermoso cuadro, Gustave se verá envuelto en una conspiración que pondrá en entredicho su libertad. Él y su joven aprendiz Zero (Tony Revolori) tratarán de resolver el misterio antes de que sea demasiado tarde.
Desde sus primeras tomas, Anderson deja en claro que su retrato de los años 30 en la preguerra europea es una ilusión y nada más, a pesar de que unas cuantas referencias históricas se filtren a la trama. Solo es una película. La recreación no es solo temporal, sino estilística, su intención es homenajear al cine europeo que se hacía en Hollywood durante la época dorada. Hacer eco de la obra de Billy Wilder y Ernst Lubitsch, sobre todo de este último con trabajos como To be or not to be (1942) o Ninotchka; incluso Alfred Hitchcock con ese “McGuffin” pictórico. Es una invitación a la nostalgia de un estilo de comedia olvidado y menospreciado por los grandes estudios que una vez lo promovieron.
Reafirma su estilo
Wes Anderson logra gracias a su excelsa técnica visual pasar cientos de las referencias como algo original. Al tiempo que filtra sus temas recurrentes: el amor, la familia disfuncional —o completamente desintegrada—, una parca emotividad y personajes que rayan en la neurosis al tomarse su trabajo muy en serio. Gustave H. es hermano emocional de Dignan (Owen Wilson) de Bottle Rocket (1994) y Max Fischer (Jason Schwartzman) de Rushmore (1998).
Es un Wes maduro, confiado en su estilo. Al grado de permitirse introducir algunas notas llenas de violencia o ciertas parafilias extravagantes —Gustave H. le entra a la gerontofilia con abierto gusto—. El notorio amor de Anderson por esa forma de hacer cine es tan genuino que resuena y es posible compartir su nostalgia. Alguna vez Hitchcock dijo que ciertas películas eran una rebanada de vida, las suyas eran una rebanada de pastel. La ilusión de Anderson es un suculento postre lleno de capas que saciará su apetito.
La trama de The Grand Hotel Budapest se desarrolla en los países del este de Europa, espacios que Desplat recrea utilizando temas tradicionales, como el “Traditional arrangement: Moonshine”, melodía inspirada en una canción popular rusa en la que el violín, la balalaika, la mandolina y el címbalo sirven para contextualizar la historia, situando a los personajes dentro de un espacio y un tiempo determinado. Las continuas referencias a la música popular búlgara y la cuidada instrumentación típica de esa zona (Ose Schuppel) lo impregnan todo de autenticidad, consiguiendo que la narración sea creíble.












