El piano

El piano

Nueva Zelanda, 1851. Una playa amplia, de arena suave y agua cristalina. Y en medio, un piano abandonado. Pero no es solo un instrumento: es una parte del alma de una mujer que, habiendo perdido ya su libertad por su condición de “sexo débil”, perdió también la voz. Solamente sus manos pueden transmitir ahora lo que siente y padece, ya sea a través del lenguaje de signos que solo su hija pequeña conoce o a través de las melancólicas notas de su preciado piano. Y es esta imagen, gráfica y espiritual, la más icónica de El piano, la cinta más aclamada de Jane Campion y una de las muestras más brillantes de cine femenino y feminista. De cine, y punto.

Ya han pasado 30 años desde que se estrenó en los cines de todo el mundo, y desde que ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1993, donde, además, recibió una espectacular ovación de 20 minutos. Lo cierto es que el filme nació para romper récords: no solo fue —y sigue siendo hasta la fecha— la única película dirigida por una mujer en ganar el premio principal de la croisette, sino que fue la primera mujer en ser nominada a mejor dirección en los Bafta, los premios británicos. También se llevó tres Óscares: mejor guión, mejor actriz protagonista (Holly Hunter) y mejor actriz de reparto (Anna Paquin, la segunda más joven en recibir este reconocimiento). Y no fueron los únicos premios, pues fue un indiscutible éxito de crítica y galardones, y ha pasado a la historia como una de las cintas más bellas jamás rodadas.

Una película, además, contada desde una perspectiva femenina (algo raro, aún hoy), donde los personajes masculinos están llenos de humanidad, donde el placer no es culpable, donde el arte conduce las emociones, donde el silencio es más elocuente que la palabra y la tarea del espectador es dejarse llevar por el intenso viaje interior de la protagonista.

El silencio de Ada

Ada (Hunter) llega a Nueva Zelanda acompañada de su hija Flora (Paquin). Allí reside, entre los nativos de la selva y una comunidad de clase media respetable, su nuevo marido, Stewart (Sam Neill). En sus treinta, muda desde los seis años y con una hija que ya empieza a estar crecidita, un matrimonio concertado era la única opción que le quedaba desde su hogar en Escocia. En este lugar tan extraño y hostil para ella le espera su nueva vida, en la que no puede faltar su piano. Sin embargo, Stewart decide que cargarlo a través de la montaña es demasiado complicado, y lo abandona en la playa, creando esa imagen icónica que describíamos al principio de este artículo.

La trama presenta un enfrentamiento claro entre dos formas de vida, entre las gentes civilizadas que intentan sacar provecho de tierras vírgenes y los nativos que comienzan a descubrir los artilugios del mundo moderno, mientras conservan intactas sus creencias y tradiciones. Entre ellos hay un misterioso trabajador, Baines (Harvey Keitel), que adoptará al piano en su pequeña cabaña y hará un trato con Ada: ella podrá ir a tocarlo a cambio de unas lecciones.

El silencio es uno de los elementos clave, pues su ineludible presencia entre los personajes de la historia hará relucir una dimensión emocional de una riqueza deslumbrante. Es tan buena su manera de entenderse sin palabras que hasta la ropa interior de Ada hablaba por sí sola: todo un entramado de capas, en un vestido ridículamente elegante para el nuevo entorno en el que se encuentra, innecesariamente ataviado con el protocolo de vestuario de la época.

Todas las capas de su vestido forman parte de ella misma. Es su escudo protector, forjado durante toda una vida de decepciones que no conocemos, ni conoceremos nunca. Es lo que tiene el silencio: nos hace comprender, empatizar y vivir su viaje emocional, pero no nos proporciona información sobre quién fue ella antes de poner los pies en ese nuevo país. ¿Y acaso importa?

Ada es el centro de una liberación de las convenciones, las obligaciones de clase y el vestuario opresor, y una celebración del deseo y el amor como los elementos más cruciales en la vida de todo ser humano. No solo es una historia de romance entre el barro de Nueva Zelanda, sino una exploración deslumbrante de la intensidad de los sentimientos.