Las historias de ricos y famosos estadounidenses suelen ser un extraordinario material para series televisivas como bien lo prueban productos como Succession, Billions y muchos otros. Hay, convengamos, un placer entre aspiracional y morboso en ver las lujosas vidas y experiencias de personas que viven en un universo al que el 99 por ciento de los mortales no tiene acceso.
Los nuevos y muy jóvenes millonarios de compañías online, además, transformaron a estos mundos en algo cool, idealizados vía Instagram, en donde suelen aparecer acompañados de estrellas de hip-hop, celebridades varias y en los lugares más paradisíacos del mundo. Es, claramente, un lugar en el que muchos quisieran vivir. Y si bien las series en cuestión muestran los problemas de esa vida, los ascensos y caídas de muchos de los que viven así, es difícil quitar la impresión de que la experiencia puede ser fascinante. Por más que uno termine después pagándolo con la cárcel.
La historia de Anna Delvey (Sorokin, en realidad) es una de esas que parecen creadas para este tipo de producciones, al estilo de WeCrashed, sobre el caso del fundador de WeWork, el israelí Adam Neumann. Personajes que llegan a ese selecto mundo VIP con misteriosas y/o excéntricas historias por detrás y con un sueño por delante. ¿Estafadores? Quizás. Pero más que ninguna otra cosa, se trata de personas que hacen lo que consideran necesario para meterse en ese círculo, por dinero, prestigio o fama.
Aparecida de la nada en Nueva York a mediados de la década pasada, rodeándose de a poco con empresarios y millonarios, Anna se presenta ante el mundo como una joven alemana hija de empresarios de mucho dinero que recibiría su trust fund (fondo fiduciario) de parte de su familia al cumplir 25 años, con un valor que, según Anna, superaría los 60 millones de dólares. Ese “premio”, en buena medida, la hizo congraciarse con buena parte de la gente de dinero y contactos en Manhattan, como si fuera una más de las tantas excentricidades que circulan por esos ámbitos. Y Anna es, decididamente, excéntrica.
Con un fuerte acento entre alemán y ruso, sabiendo con quien conectarse, los artistas y restaurantes correctos, las referencias adecuadas y la promesa de una gran billetera por detrás, la chica fue creciendo en la alta sociedad neoyorquina, aprovechando sus amistades y contactos para vivir en sus departamentos, comprar lo que quisiera con sus tarjetas de créditos, viajar de un lado a otro, alquilar barcos y aviones y hasta intentar adquirir un enorme edificio en Nueva York para montar su fundación (The Anna Delvey Foundation o The ADF, como la vendía), una suerte de club privado para millonarios interesados en el arte que incluiría tres restaurantes, un hotel de dos pisos y a los mejores artistas del mundo en pleno Manhattan. ¿El costo? Unos 40 millones. Según sus propias palabras, la chica podía pagarlo. Solo necesitaba un adelanto de dinero.
Inventando a Ana recorre las asombrosas y bizarras aventuras de este personaje a lo largo de varios años. Se basa en una larga nota publicada en la revista New York, pero se toma varias libertades. Además de cambiar muchos de los nombres por motivos seguramente legales, la serie ideada por Shonda Rhimes presenta el personaje de una periodista que se inspira en la real pero con algunas diferencias.
Vivian Kent (interpretada por Anna Chlumsky, la actriz de Veep aunque los más nostálgicos o maduros la recordarán como la niña que actuaba con Macaulay Culkin en Mi primer beso) es la que se entera de la historia y se lanza a investigarla, en medio del juicio que a la chica le están haciendo por sus continuos desfalcos.
Las entrevistas que Kent va haciendo a las personas conectadas con Anna —muchas de esas entrevistas, desde una perspectiva periodística, parecen más chantajes que otra cosa— van armando la estructura de los episodios, ya que la mayoría de estas personas se relacionaron con la chica durante algunas de sus etapas y engaños. Es así que van pasando celebridades de la moda, financistas, señoras que se dedican a la filantropía, millonarios de Silicon Valley, otros hustlers como ella, banqueros y conocidos que van conectando los puntos y armando la estructura de la trama.
En paralelo, Vivian tiene varias reuniones con Anna en la cárcel de Riker Island en la que está encerrada esperando su juicio. Y ella, desde su perspectiva, aporta una versión un tanto distinta de los hechos en la que no solo no ha mentido jamás sino que adjudica sus problemas a la misoginia propia del boys club en el que se solía mover.
La historia es fascinante, aunque quizás confía demasiado en la fascinación que provoca estirando detalles más de lo necesario. Un par de párrafos de la nota original, por ejemplo, ocupan un episodio entero aquí. Pero la historia es lo suficientemente rica como para sostenerse pese a la extensión y, de hecho, se vuelve más interesante con el correr de los episodios. Lo que Inventando a Anna hace muy bien es mostrar la banalidad snob de ciertas elites que confían ciegamente en “los suyos” y abren puertas en función de contactos y referencias sin realmente chequear información o datos.
Quizás, al tener tanto dinero, que una chica se quede con unos cientos de miles de dólares no parece tan terrible si la aventura vale la pena. Tomarla como una suerte de “heroína de la clase trabajadora” que engañó a millonarios puede ser un exceso, pero tiene cierto sentido a fin de cuentas. Y los mejores momentos de comedia pasan por ahí, aunque en algunos casos se exceda en cierto chiste fácil.
El modo narrativo es, como en todas las producciones de Shondaland, muy pop, enérgico, veloz y musicalizado hasta la última coma. La intención es que el espectador nunca se aburra, algo que no siempre se consigue. Y si hace falta editar muchas escenas como si fueran publicidades, tirar nombres de celebridades todo el tiempo o mostrar las casas y hoteles más lujosas del mundo, que así sea.
No se trata de una serie sutil ni nada por el estilo, no esperen acá diálogos a la altura de Succession, sino una versión mucho más trash y hasta telenovelesca de la vida de los ricos, los famosos y los que quieren serlo, cueste lo que cueste.