La Llorona, junto con sus lamentos y gemidos (“ay, mis hijos”), es el cuento de horror, desamor y traición con el que millones de mexicanos se identifican, pero esta historia no es exclusiva de México.

Algunos historiadores consideran que en México, la Llorona, tiene sus raíces en deidades prehispánicas. Entre estas destaca la Cihuacóatl, diosa de los mexicas, mitad mujer y mitad serpiente, quien, según la leyenda emerge de las aguas del Lago de Texcoco para llorar a sus hijos —los aztecas— que fueron devastados a “manos de los conquistadores venidos del mar”.

Las coincidencias de Cihuacóatl con la Llorona son varias: gritos y lamentos por la noche y la presencia del agua donde se cree que aparece —tanto Aztlán como la gran Tenochtitlán estaban cercados por ella—

Durante el periodo de la Colonia (1521-1810) en México, el mito de La Llorona creció. Había personas que decían haberla escuchado y visto; la psicosis colectiva llegó al grado que en el Valle de México se instruyó un toque de queda a partir de las 23:00 horas, ya que se decía que después de ese tiempo los gemidos de la mujer comenzaban a oírse en las calles y aquel que la viera “sufriría muerte o locura”.

Para ese entonces la leyenda tomó tintes de mestizaje, al relacionar a La Llorona con doña Marina, la “Malinche”, quien vuelve arrepentida a llorar por su traición a los indígenas tras su fallida relación con Hernán Cortés. La combinación de creencias de las culturas mesoaméricanas con la de los conquistadores españoles, originó que el mito de La Llorona fuera adoptado en diferentes países de América Latina.

En Chile le llama la Pucullén —de “cullen”, lágrima, y “pu”, plural—, ánima que se cree llora eternamente porque le quitaron a su hijo de sus brazos a muy corta edad. En Colombia es la Tarumama, el fantasma de una mujer que recorre los valles y montañas, cerca de los ríos y lagunas, lleva en sus brazos el cadáver de un bebé y llora sangre.