Con La terminal (2004) Steven Spielberg nos trae una gran historia sobre el uso de la libertad y del tiempo que incluye una atinada descripción de los modelos de relación y comportamiento que predominan en las sociedades occidentales. La terminal es una reedición contemporánea de Los Viajes de Gulliver o, en versión más castiza, de las Cartas marruecas.
La trama gira alrededor de un inoportuno. El protagonista, Viktor Navorski, llega a Estados Unidos en muy mal momento. Mientras su avión sobrevolaba Europa y el Atlántico desde las lejanas montañas del este, un golpe de estado ha borrado a su país del panorama internacional, lo que le convierte en un apátrida o, como él mismo dice al describirse ante los guardias fronterizos, como un “inaceptable”.
En consecuencia no puede avanzar los pocos metros que le separan de Nueva York, pero las autoridades tampoco le permiten regresar al requisarle su billete de vuelta y su pasaporte. Queda así atrapado en la terminal internacional de tránsitos del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy de la Gran Manzana.
Les puede parecer una temática en exceso enrevesada, pero lo cierto es que se inspira en una historia real, la del iraní Mehran Karimi Nasseri, atrapado durante 18 años en el aeropuerto Charles De Gaulle de París.
En un entorno así, reducido, artificial y esquemático, lo que quedan son las personas que trabajan en las tiendas, restaurantes y cafeterías, en la limpieza de los espacios comunes o repartiendo maletas, todas ellas ocupadas en sus asuntos y acostumbradas a tratar con esas sombras o fantasmas casi invisibles que son los viajeros, que van y vienen cual nadies ocupando cada uno el lugar del anterior como piezas perfectamente intercambiables.
En un territorio en principio tan limitado lo que puede ser más interesante –lo que siempre, hasta en la más colosal de las epopeyas, es lo más interesante- son las figuras humanas. El contrapunto de Navorski es el jefe de la Policía de Protección Fronteriza de la terminal, Frank Dixon, un hombre sin escrúpulos que encaja perfectamente en ese ámbito impersonal y mecánico.
Aspira a ser un “hombre-hecho-a-sí-mismo”, a adquirir cada vez más poder y un mayor salario hasta disfrutar de una vida de lujo en su retiro. Para lograrlo, para que se vayan dando los pasos encadenados de un futuro que ya está calculado, contado y medido, debe de tomar un control absoluto sobre el tiempo, el suyo y el de los demás.
Sólo que Navorski le va a crear problemas porque no entiende así la vida. Para él el tiempo es un don que se le ha regalado y que, tal y como lo ha recibido, da sin medida, asombrándose constantemente de cómo al darlo le retorna florecido. De hecho lo que más le define dentro de la película es que ha llegado a los Estados Unidos por una promesa, una promesa gratuita realizada por amor, y es que el acto de prometer es un compendio de lo que somos y, más que nada, el mayor acto de libertad que alcanzamos.
Quien promete pensemos, por ejemplo, en un matrimonio no lo hace porque tenga el dominio absoluto sobre su tiempo, es decir, sobre su futuro. Nadie puede afirmar algo semejante. Lo que sí puede alguien afirmar es que ha decidido configurar su biografía, pase lo que pase, con la esperanza puesta en el cumplimiento de la promesa. Es decir, que su tiempo se dirige, está encaminado, por el deseo de lo prometido.












