El último caso es el de la ofrenda 174 del Templo Mayor de Tenochtitlán, la vieja capital azteca. Pese a su nombre, la 174 ha resultado extraordinaria. Se trata de una bóveda de piedra, apenas mayor que una mesita de noche, excavada a los pies del viejo templo.
Los arqueólogos dieron con esta hace unas semanas. Alejandra Aguirre y Antonio Marín, del Proyecto Templo Mayor, que el próximo año cumple cuatro décadas, encontraron varios trozos de coral rojo en la bóveda.
Además, hallaron 22 piezas de oro, todas únicas: finas láminas de oro labrado. Pegado a la pared, descubrieron el esqueleto de un lobo que al morir tenía ocho meses. También rescataron varios cuchillos de pedernal, conchas, caracoles y la mandíbula de un pez sierra.
Aguirre, que ha participado en el estudio de otras tantas ofrendas en el Templo Mayor, dice que quien fuera que colocara allí al lobo, lo puso mirando al oeste, cara a la puesta de sol.
Los arqueólogos calculan que los sacerdotes mexicas enterraron la ofrenda a finales del siglo XV o principios del XVI, bajo el reinado de Ahuítzotl, predecesor de Moctezuma, el emperador que trataría años más tarde con Hernán Cortés. Eso significa que nadie vio el oro en más de 500 años.
Que pasó una guerra con los españoles y sus aliados, una colonia, otra guerra —de independencia—, la mano férrea de Porfirio Díaz, la revolución y casi un siglo de priismo, sin que nadie la encontrara.
No fue por falta de ocasiones. En 1900, el arquitecto Guillermo de Heredia y su esposa se instalaron en la casa que había justo encima, sobre la calle Guatemala. Por aquel entonces, la capital instaló un colector de aguas negras sobre el Templo Mayor.
Nadie sabía que el centro ceremonial de los aztecas estaba allí. Muchos aún pensaban que yacía bajo la catedral metropolitana. El caso es que Heredia y su esposa bajaron una tubería de su escusado al colector.
La tubería atravesó justo la ofrenda 174. Aguirre opina que los obreros no se dieron cuenta de lo que había allí, quizá por el coral, porque tapaba el resto de la ofrenda.