Los vampiros de Venecia
Iglesia de Santa Maria della Salute, construida tras la última epidemia de peste en Venecia, en el siglo XVIII. Cortesía.

Ser un vampiro no es fácil. Y no solo por los ajos y las estacas: a veces toca comer ladrillos. En marzo de 2009, el antropólogo forense Matteo Borrini, de la Universidad de Florencia, desenterró los restos de un vampiro en una fosa común del Lazzaretto Nuovo, una minúscula isla de la laguna de Venecia donde se aislaba a los enfermos de peste. Se trataba el esqueleto de una mujer con un ladrillo incrustado en la boca, para que no mordiese a nadie después de muerta.

Lazzaretto Nuovo debió de ser un lugar siniestro. La escasez de sepulturas para el enorme número de víctimas por la epidemia de peste negra que azotó Europa en el siglo XIV obligaba a reabrir las fosas para arrojar los nuevos cadáveres, y lo que sacaban a la luz no era agradable de ver: algunos cuerpos aparecían en extrañas posturas y mostraban expresiones atroces; otros parecían haberse comido el sudario y de sus bocas rezumaba un líquido oscuro y viscoso como la sangre.

Son fenómenos post mortem para los que los forenses modernos tienen explicación; pero en Edad Media, aquellos muertos tan feos no eran sino criaturas inmundas ávidas de sangre y transmisores de enfermedades: vampiros, un término de origen serbio para los no-muertos.

Se creía que la forma de evitar eso era desenterrar sus cuerpos, descuartizarlos y luego quemarlos, como debió de ocurrir en Wharram Percy, un pueblo medieval abandonado del norte de Inglaterra, donde un equipo de arqueólogos ha encontrado los restos de 10 personas que habían sido desmembrados y quemados antes de enterrarlos.

Los verdaderos vampiros se reducen a tres especies de murciélagos hematófagos se alimentan exclusivamente de sangre que viven en Centroamérica y Sudamérica. El vampiro común (Desmodus rotundus) se posa silenciosamente sobre su víctima, por lo general ganado, animales domésticos o seres humanos, y elige una zona con poco pelo donde infiere una pequeña herida, completamente indolora, con sus afiladísimos incisivos, a la que aplica con fruición labios y lengua.

Su saliva anticoagulante y analgésica mantiene constante la hemorragia, incluso después de que el murciélago, empachado de sangre, haya dejado de chupar. Como la sangre apenas contiene grasa, debe consumir el equivalente a la mitad de masa corporal cada noche o se arriesgan a morir de hambre. Menos mal que solo pesa 30 gramos.