La artista plástica Perla Krauze (Ciudad de México, 1953) realizó un viaje geográfico y temporal para homenajear El Pedregal en su exposición “Nonsite: El Pedregal” revisitado en el Museo Universitario de Ciencia y Arte MUCA, en Ciudad Universitaria.

La muestra consiste en una gran instalación: un camino empedrado y muros de roca guían al visitante a una especie de “edén” cubierto de tezontle, con un estanque al centro, agaves y una galería montada en los muros, donde se pueden apreciar pinturas, dibujos, plantas y y piedras sobre repisas que adornan como si de esculturas se tratasen.

El crujir de las piedras al caminar, el sonido del agua y del videoarte, al fondo de la sala, y el olor a tierra hacen de esta una exhibición multisensorial. Los asistentes no solo pueden caminar sobre la obra de arte en sí, sino que también tomarse un tiempo para sentarse en medio de la naturaleza y leer o dibujar, como lo hacen las nietas de la artista.

“(Dibujar) es una de esas disciplinas que uno hace siempre de niño y luego uno dice ‘ay, no me salió bien, perfecto’, entonces nos asusta y aleja, es una práctica que hay que hacer diario, aunque no se parezcan (los dibujos) a la realidad, porque es una manera de aprehender la realidad; es como meditar, observas de cerca el objeto cuando lo dibujas”, dice.

Así fue como la artista concibió “Nonsite: El Pedregal” revisitado, como un lugar habitable. Sin embargo, la idea fue evolucionando según las reflexiones durante el confinamiento. El proyecto tuvo modificaciones que implicaron recorridos por la zona e incluso por su propia línea de vida.

Los pedregales estuvieron muy presentes en su infancia. ¿Esta muestra reconecta con su niñez?

No fue a propósito, sí conecté con esa parte de la niña. Nos mudamos cuando yo tenía cuatro años, cuando El Pedregal era muy agreste, hasta inhóspito para una niña. Me sentía un poquito atemorizada a ratos por estas piedras oscuras y complejas, pero a la vez muy atraída a ellas.

Sin darme cuenta se me fue introyectando todo ese material y sitio en mí; tomó tiempo reconocerlo, pero sí me llevó a trabajar con piedra volcánica más o menos desde 1994. Aquí hay piezas que datan del 94 y 95. Yo no las puse porque quise algo que englobara mi obra, sencillamente hay obra que habla de ese interés por mostrar un material que habla de mi sitio, de la memoria, de México, es esta piedra local con la que se ha hecho el molcajete, tiene tantas capas de lectura y, además, habla de la memoria: yo vivía en ese sitio muy primigenio.

Con el tiempo he querido hacerle un homenaje a El Pedregal porque es muy importante en la Ciudad de México y casi nadie lo sabe. Yo quería hacerlo visible.

Es irónico que los pedregales tengan que estar en un museo para hacer ver que existen y concienciar a la gente sobre su importancia…

Sí, es increíble. Lo dijo Michel Blancsubé, que en tiempos del covid tuvimos que meternos a casa, ahora meter un paisaje dentro de un sitio también es extraño. Pero es verdad que el hecho de haberlo confinado a un museo, a una caja, nos habla de que sí hay que darle importancia. Damos tanto por hecho… Con el coronavirus fue evidente cómo la naturaleza resurgió y tomó las ciudades y cómo el ser humano no cuidamos lo que tenemos.

Esta sí es una manera personal de llamar la atención al tema de la conservación. Con el covid todo se volvió impersonal, distante, lejano, digital… Entonces para mí era importante tocar lo matérico.

La gente camina entre las piedras, sus nietas se sientan a leer o dibujar… ¿Concibió la instalación como un lugar para estar?

En 2017 hice una exposición en el Museo Amparo, en Puebla, sobre la materia lítica. Me di a la tarea de ir a varios sitios donde encontré materia que traje al museo y elaboré dos salas, una blanca de mármoles de Tecali, y otra de piedra negra de canteras en Nealtican, del lado del Popocatépetl en Puebla. Cuando rellené de material las salas y las pisé, me di cuenta de que ahí había algo que debía retomar. Vino el terremoto y a todos se nos movió, entendí que debía por fin darle espacio al Pedregal para hacerle una exposición.

Quería crear un espacio habitable, que me hablara de cómo se habita el sitio, cómo se recorre, pausar al espectador, que escoja por dónde quiere ir, a qué velocidad… Que el tiempo se detenga, algo que casi no hacemos, por ejemplo, los videos en las exposiciones, si no hay un banquito para que uno se siente, pues la gente los mira dos segundos y se va. Yo entendí que necesito darle al espectador tiempo para que capte cosas, por eso hice esta exposición que es hasta cierto punto una locura, por trabajar algo grande con muchas dificultades, pero vi que era una gran oportunidad. Ha sido una exposición con muchos riesgos y me daba un poco de temor que no funcionara, pero tomé el riesgo.

En 2019 le dije a Blancsubé “¿quieres acompañarme en esta locura?”. Este es un museo que conozco desde joven, yo venía a caminar por acá, a estudiar, a ver cine, exposiciones, era un lugar icónico para mí y quería que fuera el contenedor de este paisaje. La exposición fue cambiando en el trayecto de dos años... Al final me extendí por todo el espacio. Pudo haber sido una exposición más pequeña, pero algo en mí sí quería hacer este homenaje.

¿Cuál fue su inspiración?

Hay dos sitios importantes en la exposición, uno es la cantera oriente de la UNAM, de donde se sacaba el material de piedra para trabajarla en la Universidad, pero hace 30 años se decidió no tocarlo. Ahí el agua de la lluvia se filtra y hay manantiales que vienen del Ajusco y por gravedad pasa por acá, se vuelve un edén, un paraíso con mil 500 especies de fauna y flora, donde ahora se hacen estudios de zoología y botánica. Cuando me llevaron a este lugar, estaba por comenzar la pandemia, así que me quedé con la imagen de este paraíso perdido en la UNAM porque casi nadie lo conoce. Un conocido me llevó al volcancito de Tláhuac, que parece Marte, y que está lleno de tezontle agreste y negro, que es desgraciadamente particular, no es del país, ellos venden este material. Cuando caminé encima de esa materia fue cuando dije “no tengo de otra, esa será la manera de unificar todo el sitio”, generar un lugar donde se pueda caminar, sentarse, acostarse y que yo no ponga caminos predeterminados.

Logísticamente fue muy difícil traer todo esto para acá, pero fue lo que logró que esta exposición cambiara, porque si no hubiera estado lleno de este paisaje, no hubiera tenido la fuerza que tiene, esto lo entendiendo casi al final de la exposición. El riesgo que tomé fue correcto, seguir mi intuición sí fue el camino.