Una vez más, Luis Estrada arremete con otra cinta dirigida a cuestionar, criticar o representar parte de la idiosincrasia y cultura del mexicano, de nueva cuenta con una fuerte alusión a la política y a la mentalidad nacional. Se trata de una comedia muy larga pero entretenida, con múltiples personajes variopintos y llevados al límite de lo grotesco, contando con dos de sus actores favoritos: los siempre dúctiles y eficientes Damián Alcázar y Joaquín Cosío, además de un reparto amplio y bien conocido.
En esta ocasión, con ¡Que viva México!, el director decide enfrentar a gente rica (“fifís”) con los pobres (“chairos”, aunque este término nunca es mencionado en los diálogos). Es la historia de Pancho Reyes (Alfonso “Poncho” Herrera), un ingeniero “whitexican” duranguense que se desempeña como ejecutivo de una fábrica y lleva un estilo de vida opulento en la Ciudad de México, aunque con deudas consistentes en la hipoteca de su casa y en tarjetas de crédito que su esposa Mari (Ana de la Reguera) se ha encargado de llevar al tope. El matrimonio tiene dos hijos pequeños que asisten a un colegio privado, sin embargo la pareja de ricachones quiere aún más.
Pancho básicamente se ha dedicado a reducir los costos de producción de la fábrica mediante el despido de personal y la adquisición de tecnología de punta, algo que no le gusta del todo (echar a los obreros) pero que entiende como necesario para ascender socialmente y a la vez complacer a su infausto jefe y dueño de la empresa, Don Jaime (José Sefami), quien le pide que se deshaga periódicamente y por tandas de esos “holgazanes”, y le ha prometido un ascenso a gerente general siempre y cuando aprenda a hablar chino e inglés. Don Jaime es un “fifí” que desprecia y maldice a los pobres y al presidente Andrés Manuel López Obrador (cuyo nombre no se menciona, pero su imagen aparece en varias ocasiones).
Pero Pancho tiene un problema más: sufre constantes pesadillas en las que alucina con su familia pobre acosándolo, misma a la que no ha visto desde hace más de veinte años y que vive en La Prosperidad, una comunidad rural muy lejana, casi inhóspita, en la sierra de Durango, lugar donde el hoy ingeniero pasó su infancia ayudando a su abuelo en una mina que supuestamente tiene mucho oro. El abuelo muere dejando instrucciones a un notario (Salvador Sánchez) sobre el testamento: éste no puede leerse sin la presencia de su nieto, Pancho Reyes.
Otro personaje importante es Rosendo Reyes (Damián Alcázar), padre de Pancho, que, sin saber lo que dice el testamento, le ruega a su hijo que vaya al funeral y de paso hacer efectiva la herencia. Rosendo piensa que el abuelo ha dejado una fortuna, tal vez en oro, a todos los miembros de su numerosa y pintoresca familia, esposa, hijos y nietos, pero se llevará una sorpresa.
El relato resulta ambivalente por la cuestión de la polarización social actual en nuestro país. Es decir, se da voz tanto a los ricos como a los pobres para entender su posición y mentalidad. Por lo tanto, en general se trata de una composición de personajes acertada, aunque sin llegar a una profundización como tal, pues solo se muestran carencias y contradicciones de ambos bandos, y a veces se llega a la ridiculización, sobre todo de la familia rural de Pancho, una bola de flojonazos que viven como muchos que se las dan de vivos (valga el pleonasmo). Los hermanos del ingeniero exitoso son remedos de narcotraficantes, de cantantes, de bailarines y demás, con varios casos de embarazo entre las féminas y el relajo siempre por delante. Entendemos así por qué Pancho huyó a la capital.
¡Que viva México! juega en el otro sentido. Es una película muy ambiciosa. No solo por su temática, su duración de 189 minutos, su numeroso reparto o sus valores de producción, sino por lo complicado y laborioso que fue reproducir dos mundos opuestos y enfrentados. Uno casi monocromático se ha quedado detenido en el tiempo y nos ubica imaginariamente a mediados del siglo XX, el cual representa nuestra historia, atavismos y tradiciones. Otro muy brillante y colorido: el moderno, desarrollado y aspiracional, ese México de los clasistas y arrogantes “fifís”.
Un México diferente
Hoy, las familias y la sociedad en general hemos encontrado nuevos canales para ser infelices o desgraciados. Ampliamos esta realidad con la complicidad de las redes sociales y las nuevas tecnologías, que han agravado hasta el hartazgo los enfrentamientos añejos. Vivimos tiempos de intolerancia, polarización y racismo, tiempos, insisto, del que no está conmigo, está contra mí. En México lo escuchamos a diario (aunque irónicamente creímos que desde las elecciones de 2018 nos libraríamos de esto).
No puede dejar de sorprendernos, y sobre todo preocuparnos, que la llegada de la tan anhelada transición a la democracia, en lugar de ayudarnos a entendernos mejor, haya exacerbado nuestras diferencias y generado más odios y rencores entre nosotros.
Por ningún motivo se puede justificar esta intolerancia, pero en un país en el que las tremendas desigualdades sociales, la brutal e injusta distribución de la riqueza, la corrupción generalizada, la impunidad rampante y, sobre todo, el clasismo, el machismo y el racismo renovados se han enquistado como parte de nuestras vidas. Tampoco es de sorprender que nos veamos más como enemigos y rivales, que como compañeros de viaje en el mismo barco.
Una película que nos recuerda el momento
¡Que viva México! tal vez no está a la altura de otras obras de Luis Estrada como La ley de Herodes, Un mundo maravilloso, El infierno o La dictadura perfecta, pero igual tiene la intención de emparejarse con la realidad sociopolítica del país y reflejarla (ojo, incluye de manera no gratuita un cartel espectacular de AMLO promoviéndolo para una nueva gestión 2024-2030; si ven esa escena entenderán por qué no es gratis), y en esta ocasión se regodea con un deliberado y excesivo folclorismo que en realidad resulta divertido, incluso algunos diálogos remiten en algo a los de Ismael Rodríguez, pero con numerosas palabrotas.
Damián Alcázar y Joaquín Cosío se solazan interpretando a tres personajes distintos, lo mismo Ana de la Reguera en su papel de aspiracionista que deviene en alcohólica y un sorprendente Alfonso Herrera que se desenvuelve con soltura aun en las situaciones más engorrosas que su personaje le exige. Vale destacar igualmente la decorosa ambientación digital, bien lograda, y la locación acertadamente elegida del pueblo cuasi fantasma.
Pero la sugerencia final de este filme sería que, en nuestras condiciones idiosincrásicas nacionales, es muy difícil librarse de la familia, ya sea de sangre o política, y más cuando hay dinero de por medio. También refiere que aún hay pobreza y atraso en México. Pero la cinta contiene mucha diversión e ideas.