Este es el primer filme de los Coen que no está apoyado en un guión original sino en la adaptación, por parte de ellos, de un best seller literario (No country for old men, de Cormac McCarthy). Y tal vez se deba a esto, o más precisamente al deficiente pasaje de un formato al otro, el hecho de que sea una película que se queda a mitad de camino en tan numerosos como variados aspectos.
Sin lugar para los débiles está ambientada en 1980 y se concentra en las peripecias de tres personajes. Uno de ellos es Llewelyn Moss (Josh Brolin), un modesto soldador que, durante una salida de caza con su escopeta por la planicie texana, se topa por azar con las consecuencias de una horrenda balacera que ha dejado por el suelo, muertos o agonizando, a los miembros de dos bandas rivales de narcos mexicanos, y encuentra un maletín con dos millones de dólares con el que huye a cuestas.
Otro es Anton Chigurh (el español Javier Bardem), un asesino llamativamente frío y psicopático que, sembrando su camino de cadáveres, perseguirá a Llewelyn con el objetivo de arrebatarle el maletín y, aparentemente, también la vida. El tercero es un sheriff tan arrugado, cansado y cansino —léase con “fatiga moral”— como puede componerlo Tommy Lee Jones.
Uno supone, y con legítimo derecho pretende, que en una historia como esta el sheriff pugne por seguir los pasos de los otros dos con el obvio propósito de recuperar el dinero, interrumpir los asesinatos y apresar al killer. Algo de todo eso parece querer hacer el personaje de Tommy Lee. Pero sus acciones son mucho menos evidentes que sus declaraciones (muchas de las cuales suenan como voz en off), y a estas últimas las preside el tono melancólico y nostalgioso de quien evoca tiempos mejores que se han ido para no volver.
Si realmente hubo menos violencia y “locura asesina” en los años que añora es un tema que excede el territorio de la historia que se nos cuenta, y por eso muchas de las líneas que pronuncia Jones están de más. Pero no solo por eso, sino porque esas líneas intentan trazar el “marco moral” de un relato gélido, que se resiste a ello, y lo intentan de un modo pesado, lastrosamente literario. Este triste sheriff, que no comparte escenas con los otros personajes protagónicos, ha sido condenado por la adaptación a vagar como una criatura dramáticamente descolgada, penosamente refugiada en el tono artificioso, pretensioso de sus diálogos.
A falta de un “bueno” con todas las de la ley, Sin lugar para los débiles presenta a un “malo” que es virtualmente la personificación del Mal. El personaje de Bardem va invariablemente acompañado de una enorme escopeta con silenciador y, en la otra mano, un tanque de aire comprimido conectado a una pistola neumática que dispara un cilindro de metal como los que solían usarse para matar vacas.
El filme cuenta peripecias, pero no historias: nada sabemos, ni sabremos, de la historia de Chigurh. Lo más parecido a eso surge fugazmente a la hora y quince minutos de iniciada la proyección, cuando un personaje secundario animado por Woody Harrelson lo define en estos términos: “Un tipo peculiar, que tiene principios que van más allá de la droga y el dinero, con el que no se puede negociar”.
Chigurh tiene una facha que asusta y mata sin sombra de escrúpulo, a menudo sin necesidad. Y punto. No es fácil empatizar —negativamente en este caso, por cierto— con una criatura así. Sentir que está dramáticamente justificada, tampoco. Si lo hubiesen matizado con trazos humorísticos... pero no lo han hecho.
Que el sujeto que huye con el dinero no sea el “bueno” arquetípico se agradece; al fin y al cabo, siempre hemos lamentado los personajes de una sola pieza. Pero con Llewelyn también cuesta involucrarse, identificarse; y no solo por la pobreza de sus actos (no planifica inteligentemente su fuga, ni los pasos necesarios para poner a salvo a su mujer), sino por el poco o nulo desarrollo que registra a lo largo de la trama. Esta escasa evolución de héroes es lo que impide que Sin lugar para los débiles llegue a ser una road-movie, pese a la notoria evolución geográfica que describen el relato y sus personajes (entran y salen de México, por ejemplo).
Claro que todo la cinta, en consecuencia, presenta menos desarrollo que esos personajes. Empieza muy arriba, se sostiene allí durante unos quince o veinte minutos; luego ya no ofrece información genuina, o nueva, hasta el final.