Smiley

Aborda el amor desde otro ángulo, con personajes pintorescos y con parejas de segunda y tercera línea del relato que seguramente dejan al espectador con ganas de más pantalla.

Apoyada en imagen con emoticones y señales muy reconocibles de las redes sociales, Smiley se enmarca en los cuentos de los tiempos modernos. Pero, curiosamente, Alex, el personaje central que encarna Cuevas, elige un teléfono fijo, con cable y todo, para dejar un mensaje. Un mensaje despechado en un celular equivocado.

Cree que le habla al muchacho que lo plantó, pero por caprichos del guión terminó deshojando su pena en la casilla de Bruno, un arquitecto más formal que él, pero también gay. Y sin pareja a la vista. A partir de esa confusión nace uno de los amores de la serie que está en el top ten de la plataforma en su semana estreno.

En los primeros dos episodios, la serie se muerde la cola, empecinada en ciertos tópicos, y esa fijación amenaza con quedarse anclada ahí todo el tiempo, pero con el correr de los episodios aparecen otras gamas y pasa a pesar más el amor: qué se siente, cómo se disfruta, cómo se celebra, que si la relación es entre homo o heterosexuales.

Salvados ciertos clichés de la trama, se vuelve entretenida, especialmente con las idas y venidas entre el mundo de Álex, un muchacho que atiende la barra de un bar y milita en un gimnasio, y Bruno, un soltero ordenado, de sobrio vestir, al que le fascina buscar analogías entre la vida y las escenas cinematográficas.

Porque el objetivo de Smiley, dentro de la ficción y en su estructura y la forma de esquematizarla, es ser un lugar seguro. Una comedia romántica en el sentido estricto, aunque refleje problemas de la vida real, en la que todo acaba bien o al menos de manera agridulce que resulta satisfactoria para el espectador. Los personajes tienen todos sus taritas, para que haya conflicto y te puedas reír de algunos de sus tics sin cogerles manía, pero en general resultan queribles. Quizás le sobra alguna de las subtramas que no estaban en la obra original y se han añadido para alargar, pero podría ser peor.

Salvados ciertos clichés de la trama, se vuelve entretenida, especialmente con las idas y venidas entre el mundo de Álex, un muchacho que atiende la barra de un bar y milita en un gimnasio, y Bruno, un soltero ordenado, de sobrio vestir, al que le fascina buscar analogías entre la vida y las escenas cinematográficas. Los trabajos de Cuevas y Esparbé (Brigada Costa del Sol y Reyes de la noche) son buenos, pero los laureles de la composición son para Pepón Nieto, al que hemos visto en una ilimitada galería de criaturas de ficción (como Veneno y Sé quién eres), que aquí interpreta a Javier, socio del Bar Bero: de noche, en sus shows, aparece enfundado en un vestido llamativo bajo el nombre de Keena Mandrah.

Una delicia de personaje. Bueno, los dos, Javier y la adorable Keena. Hay en Smiley algo de Las cosas del querer. No es que la extraordinaria película de 1989 y esta serie sean parecidas, pero sí las emparenta la intención por llegar a los sentimientos despejando la maleza de los prejuicios. La primera se sustenta en dos premisas básicas: todo lo que sucede en pantalla irradia buen rollo (más allá de un par de momentos algo melodramáticos) y la premisa principal es la de la búsqueda del amor y la estabilidad emocional.

Como personas diversas que somos, no hay una única forma de alcanzar ese objetivo y en eso la serie es generosa, apuntando en distintas direcciones según el caso.