The Truman Show

Un canto a la vida y una crítica sin cuartel al poder de la televisión y la lucha por las audiencias, pero sobre todo un retrato del ser humano con todo lo bueno y lo malo que tenemos, que es mucho.

En el momento en que se estrenó El Show de Truman, había fronteras que la televisión no se había atrevido a cruzar, límites que no se había atrevido a transgredir, como la presencia de programas como Gran Hermano, formato que, ya desde su propio título, homenajeaba sin ningún pudor a la excelente distopía de Orwell, 1984.

El Show de Truman, en realidad, es una película sobre el programa de televisión homónimo. De hecho, su metraje no comienza con los títulos de crédito habituales (que aparecerán al final), sino con la cabecera del programa, en la que comprobamos que todos los habitantes de Seaheaven, excepto Truman Burbank (Jim Carrey), son actores que se mueven en un plató gigante, una especie de ciudad ideal, utópica. Como afirma Christof (Ed Harris), el gurú de la televisión que ha creado el programa, todo es mentira salvo Truman: él es auténtico, él es “de verdad”.

Más allá de los referentes televisivos a los que pueda aludir la cinta, esta admite una lectura en clave moral y ética, ya que nos sitúa frente a un individuo que trata, en primer lugar, de conocerse a sí mismo, de descubrir cuál es el lugar que ocupa en el mundo. En segundo lugar, plantea una cuestión escalofriante: ¿somos en realidad tan distintos a Truman?; ¿no están nuestras vidas tan programadas como la suya?; ¿no estamos cada vez más controlados, más vigilados?

Un gran acierto en el libreto de Niccol el hecho de que el espectador sepa enseguida que Truman vive en un enorme set de televisión —tanto que puede apreciarse desde el espacio exterior al igual que la muralla china—, y no juegue al suspense presentándonos ese detalle al final como si de uno de esos giros dramáticos de guión se tratase. A cambio se opta por descubrir la terrible verdad al poco de su inicio —no obstante, ese foco que cae del cielo, y la angulación de la cámara, simulando monitores, son suficientes pistas al respecto—, e impactar en el espectador simplemente con la premisa, que por sí sola ya resulta aterradora y capta nuestro interés.

El filme critica la curiosidad humana, el vouyeur que todos llevamos dentro, y ahí estamos frente a la pantalla, interesándonos por la vida de un pobre desgraciado al que no se le ha dado la oportunidad de elegir. Hay que alabar el trabajo de síntesis realizado en el guión, pues hablamos de una película que dura poco más de hora y media, y aúna en poco tiempo mucha información hábilmente dosificada.

Es un acierto esa opción de la supresión del suspense porque resulta prácticamente absurdo. La vida de Truman no tiene nada de especial, y me refiero a la vida ficticia que vive desde su nacimiento. Weir y Niccol ya logran que nos involucremos en la historia porque reconocemos nuestro lado vouyeur, y porque en el fondo deseamos que Truman consiga su objetivo, salir de esa mierda de mundo —dicho sea de paso que sirve como alegoría de un mundo ideal, aunque controlado por un ser superior, un dios muy particular, llamado Christof— y por ende alcanzar el amor, representado en el personaje al que da vida una encantadora Natascha McElhone.

Es ese el único y poderoso punto de inflexión en la historia, y que en cierto modo habla de la propia naturaleza del ser humano al creer en algo más que lo que vemos, a aspirar a algo mejor y por coherencia a luchar por nuestros sueños, sean posibles o no. Cualquiera de nosotros puede ser Truman, nos identificamos con él y no necesitamos protagonizar un reality show para ello. Sus miedos y temores son los mismos que los nuestros y la falsedad del mundo que le rodea es la nuestra propia, el querer disfrutar con los placeres y sufrimiento de los demás, olvidándonos de lo principal: disfrutar y sufrir por nosotros mismos.

Por primera vez en la carrera de Jim Carrey, su histrionismo le queda a la perfección. Su actuación va acorde con todo el mundo en el que vive y en el que prácticamente es un producto más de marketing. La evolución de su personaje queda perfectamente captada en una interpretación llena de matices en la que el actor demuestra que es mucho mejor de lo que nos había hecho creer con sus papeles de payaso. Atención a la forma de saludar todas las mañanas a sus vecinos, la misma que usa al final con reverencia incluida y de connotaciones muy diferentes.

Pocas veces se nos ha erizado la piel como el momento de la libertad de Truman, porque representa la nuestra propia. Por el camino queda un personaje odioso a cargo de una excelente, como siempre, Laura Linney, una arrebatadora música de Burkhard von Dallwitz y Philip Glass, y un Ed Harris glorioso. Todos al servicio de una puesta en escena de Peter Weir a base de planos que encierran a sus personajes en perfecta consonancia con lo que se cuenta. La liberación de Truman se produce fuera de campo, cuando la película ha terminado y el controlable espectador busca otro canal.

No es difícil imaginar que Truman se encontrará con el amor de su vida. Y habrá sido su elección, porque el amor es, como la vida, una cuestión de voluntad.