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Hoy Escriben - Ytzel Maya

Brechas de género: el otro rostro de la pobreza

Se publicaron los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2024, y para quienes estudiamos desigualdades, eso es lo más parecido a la Navidad.

Cada dos años, el Inegi nos entrega el mayor regalo de datos: la posibilidad de mirar el mapa nacional de ingresos, gastos, carencias y condiciones materiales de vida con una lupa estadística y una lupa crítica.

Porque sí, la Enigh nos permite cuantificar el promedio del ingreso de los hogares, pero también (y sobre todo) nos permite asomarnos a cómo se reproduce la desigualdad en sus múltiples formas.

Hasta hace poco, la Enigh era además el insumo principal para la medición oficial de la pobreza multidimensional en México: con ella, el Coneval estimaba las carencias sociales y publicaba las cifras oficiales de pobreza.

Sin embargo, tras la reciente desaparición del consejo como organismo evaluador autónomo, será ahora el Inegi quien asuma esa tarea.

Frente a este cambio institucional, algunas y algunos analistas nos hemos aventurado a replicar de manera independiente la metodología pública del Coneval para estimar la pobreza en 2024, partiendo precisamente de los microdatos recién liberados por la Enigh. Y lo que hemos encontrado no es menor: una reducción histórica en los niveles de pobreza.

Se estima, de manera no oficial, que entre 2022 y 2024 alrededor de cinco millones de personas salieron de la pobreza. Esta cifra, aunque preliminar, sugiere una transformación significativa en la estructura social del país.

Lejos de ser un accidente, esta caída responde, entre otras cosas, al impacto de la política laboral del sexenio de AMLO: sobre todo, los aumentos sustanciales al salario mínimo.

No es que se haya desmantelado el sistema de explotación, pero sí podemos decir que, en una coyuntura marcada por el despojo, la financiarización de la vida y el recrudecimiento de las violencias, hubo una intervención estatal que desplazó el umbral de la pobreza para millones de personas. Y eso constituye un giro relevante en la disputa por las condiciones materiales de existencia.

Sin embargo, en medio de esta reducción significativa de la pobreza, hay desigualdades que persisten de forma arraigadamente estructural. Una de ellas, profundamente enraizada en el sistema económico y social, es la brecha de ingresos por razón de género.

Según los datos de la Enigh 2024, el ingreso corriente promedio de las mujeres en México fue de 23,714 pesos trimestrales, mientras que el de los hombres alcanzó los 36,047.

Esto representa una diferencia del 34 %, que no puede explicarse ni por “decisiones individuales” ni por supuestas diferencias de productividad. Lo que estos datos revelan es una división sexual del trabajo que sigue siendo funcional al modo de producción capitalista: mientras las mujeres son sistemáticamente concentradas en sectores peor remunerados, en empleos más precarios y con mayor carga de trabajo reproductivo no remunerado, los hombres siguen ocupando la mayoría de los espacios con poder adquisitivo real y posibilidades de acumulación.

Esta brecha no solo no se ha cerrado en los últimos años, sino que, una vez ajustados los ingresos de años anteriores por inflación (deflactados a precios de 2024), se observa que la desigualdad entre hombres y mujeres se ha mantenido como una constante histórica.

En 2016, por ejemplo, los hombres percibían en promedio 13 mil 937 pesos trimestrales, frente a los 8 mil 48 de las mujeres.

En 2018, la relación fue de 16 mil 815 contra 10 mil 415. En 2020, 18 mil 808 frente a 12 mil 357. En cada corte, la proporción se repite con variaciones mínimas: las mujeres reciben entre un 60 y un 70 % del ingreso que reciben los hombres.

Esta diferencia no es un “problema técnico», es el resultado de un sistema que sostiene su reproducción sobre una desigualdad estructural en la distribución del trabajo y de la riqueza. Como han señalado las economistas feministas, la economía capitalista no podría sostenerse sin la explotación sistemática del trabajo reproductivo de las mujeres, invisibilizado y no remunerado.

Así, mientras celebramos con rigor la reducción de la pobreza alcanzada durante el sexenio que Andrés Manuel López Obrador concluyó con éxito en términos distributivos, no podemos dejar de señalar que la estructura de clases y de género que organiza nuestra economía permanece intacta.

El salario mínimo aumentó, sí, pero no se transformó la lógica que sigue relegando a las mujeres a los trabajos menos remunerados y más precarizados. Las transferencias sociales crecieron, pero no se construyó un sistema de cuidados público, universal y con perspectiva de género que permita redistribuir de forma justa la carga del trabajo reproductivo.

La pobreza se redujo, sin duda, pero la desigualdad (particularmente la desigualdad de género) sigue siendo uno de los pilares que sostienen el orden económico vigente. El desafío, entonces, no es únicamente reducir la pobreza, sino desmantelar las condiciones estructurales que la reproducen generación tras generación.