En el Undécimo Viaje de sus Diarios de las Estrellas, Stanislaw Lem nos lleva a Magnificia, un planeta donde sus habitantes, aparentemente robots, son regidos por un ordenador supremo.
Ijon Tichy, protagonista de los diarios, y disfrazado a su vez de robot, descubre con horror que, tras las corazas metálicas y el rechinar de alambres y circuitos se esconden humanos que han hecho de la mentira colectiva su forma de vivir.
Los humanos, enviados originalmente desde la Tierra para investigar lo que ha ocurrido, han terminado por convertirse en ejecutores voluntarios del régimen opresor del ordenador todopoderoso. Lejos de resistir, colaboran activamente en la farsa.
Unos y otros se vigilan mutuamente, todos temen traicionarse y ya por miedo, conveniencia, inercia o mero servilismo contribuyen con sus mentiras a perpetuar el régimen de opresión y simulación.
Desconfían unos de otros, denuncian antes de ser denunciados, justifican al régimen e imitan las palabras del poder. Aquí la disidencia se convierte en un acto de alto riesgo y la lealtad, en la única moneda de cambio. La verdad se diluye entre consignas.
El viaje a Magnificia es una parábola perfecta sobre la complicidad de los intelectuales con la maquinaria de la mentira. Igual que en Magnificia, hoy en México diversos comentaristas cercanos a la llamada Cuarta Transformación, como Viridiana Ríos o Vanessa Romero, insisten en que las sanciones por violencia política de género no son censura, sino que parten de una ‘enorme desmemoria’ sobre las prácticas históricas del poder en el país o bien que son una exageración.
“Esto ya ocurría”, “no es censura”, “son políticos con piel delgada”. Pero los hechos desmienten esa narrativa. Lo que ocurre en México como en la distopía de Lem es sistemático.
Casos recientes como el de Karla Estrella, sancionada por un tuit siendo simplemente una ciudadana sin cargo ni afiliación, o los procesos abiertos contra periodistas como Denise Dresser o Raymundo Riva Palacio, ilustran cómo el poder ha reconfigurado una figura legal (la de la violencia política de género) para silenciar voces incómodas.
Lo que distingue al régimen actual es precisamente la normalización jurídica de la persecución contra periodistas y, peor aún, contra ciudadanos sin cargo público.
Como en Magnificia, la autocensura y la delación se disfrazan de normalidad, y la crítica auténtica es sustituida por el ritual de la lealtad y el miedo.
Lem nos advierte: cuando la verdad se convierte en riesgo y la mentira en rutina, todos terminamos atrapados en el engranaje, repitiendo la farsa hasta olvidar que alguna vez fuimos humanos.
El mecanismo es sutil pero letal. Igual que en Magnificia, nuestros opinólogos domesticados convierten la crítica en un ejercicio de estética estéril: despliegan piruetas retóricas mientras el aparato de censura y simulación se fortalece.
Sus columnas, entrevistas y ensayos no son inocentes: son coartadas que disfrazan la omisión como sofisticación. ¿Acaso no vemos, en el México de hoy, cómo esa intelectualidad funcional justifica lo injustificable?
Desde la normalización de la violencia hasta el encubrimiento de la corrupción o bien críticas que se presentan como sofisticadas, pero que en realidad actúan como lubricante de la maquinaria del poder.
En Magnificia, cuando Ijon Tichy por fin revela la verdad, ordena que todos se reúnan en la plaza y, uno por uno, se destornillen las cabezas, como la única forma de escapar de la farsa colectiva.
Tal vez en México aún estamos lejos de ese momento, pero llegará el día en que podamos de nuevo asomar la cabeza fuera del disfraz, liberar nuestras palabras del miedo, y decir sin eufemismos que el poder que castiga la crítica es censura, y que el intelectual que la justifica, aunque lo haga con metáforas brillantes o citas académicas, no es otra cosa que un engrane más del régimen.
Cuando eso ocurra, tal vez podamos recuperar el camino a la libertad y a la democracia que vamos perdiendo, palabra por palabra y coma por coma.