Tenemos que hablar de nuevo del secuestro…

Tengo un amigo muy bravo que estuvo secuestrado siete meses y siete días. Siete meses y siete días sin ver la luz. Siete meses y siete días prácticamente inmóvil. Todo el tiempo, 217 noches, sus plagiarios lo tuvieron metido en una especie de ataúd de concreto cincelado en el piso.

El piso helado de un sitio que parecía un sótano. Es literal, no es un adorno mío, no es una traslación. Ese era el espacio en el que yacía este hombre: un hueco en un piso de cemento en forma de ataúd de concreto, donde quedó postrado 5 mil 208 horas.

Aludía no solo a las vejaciones corporales que implicaba ser víctima de un secuestro con sujetos que lo habían enterrado vivo en un rectángulo de cemento, sino a las torturas mentales de sus verdugos. Al ya te vas a morir, al hoy sí te mato, perro, al no van a pagar el rescate porque nadie te quiere, así que ya no nos sirves, eres una basura.

—¿Por qué la sevicia?

—Porque si te tratamos bien y sales de aquí y cuentas que te tratamos bien, esto ya no es negocio.

Así la perversidad.

Antes de dedicarme a cubrir zonas de riesgo bajo el yugo del crimen organizado, lo cual hice hasta 2019, hubo un tiempo en el que me aboqué a hacer algunos reportajes sobre el delito de secuestro. En una ocasión entrevisté a una psicóloga que había visitado a prácticamente todos los secuestradores presos en la capital mexicana y en el Estado de México.

Ella decía que los plagiarios capturados nunca deben ser liberados porque no se rehabilitan, no hay manera de que se reinserten. ¿Por qué? Porque desconocen eso que se llama arrepentimiento. No les remuerde absolutamente nada, no se arrepienten de ninguna tortura, de ninguna mutilación, de ningún asesinato.

Para ellos, me dijo, todo es negocio. Y sí, te lo dicen en la cara: cada secuestrado es como un saco de papas, como una malla de cebollas, una pinche mercancía. Un plagiario fue capaz de cortarle el dedo a un niño y poco después sentarlo a su mesa para que comiera y luego jugara con su propio hijo. La inmisericorde Familia Secuestro.

Los secuestradores solo le tienen miedo a una cosa y no es a la muerte, encontró la especialista en su trabajo de investigación, que le sirvió al Poder Judicial mexicano para empezar a castigar con más dureza a los plagiarios: solo temen perder la libertad. Prefieren morir que estar tras las rejas.

Luego me percaté de algo más que los acobardaba: las recompensas. Si alguna autoridad ofrecía recompensas elevadas por sus cabezas entraban en estado de paranoia. Creían que cualquiera en su círculo cercano los podía delatar. La señora que les hacía de comer, un chofer, un vigilante, un empleado mal pagado o maltratado a gritos. Por eso se masificó el secuestro.

En lugar de plagios de alto perfil, de gente muy adinerada, en los que cobraban millones, pero atraían la atención de los medios de comunicación y por rebote de las autoridades de seguridad, los secuestradores optaron por secuestros de gente de clase media y media-baja.

Así, empezaron a ganar por volumen. Con uno ganaban 10 millones, pero con diez ganaban lo mismo. Un día hallé un secuestro en una zona rural de Oaxaca. Un campesino secuestró a una hija de otro para que le pagara en especie, con animales, con vacas.

¿Por qué dejamos de hablar de los secuestros para dedicarnos a contabilizar rutinariamente las barbaridades del narco? ¿Por qué dejamos de hablar de los secuestros si son un problema irresuelto? Porque en este país normalizamos pasmosamente la violencia. Nos da igual que en México haya un promedio de cuatro secuestros al día, sin contar la cifra negra, los casos desconocidos.

Tenemos que volver a hablar del secuestro porque, veinte años después de la crisis de secuestros en Ciudad de México y otras entidades, los gobiernos estatales ni siquiera, salvo alguna excepción, tienen grupos especializados antisecuestro. Les vale.

Y los secuestradores, siguen destazando impunemente vidas y economías.