Esta semana se celebró en México, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Unam, el XVI Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional 2024, en el que participamos más de 300 especialistas de la materia, que analizamos, en homenaje a los 200 años de la Constitución Federal de 1824, el estado actual del constitucionalismo desde diversas perspectivas e ideologías: los derechos humanos, la independencia y organización judicial, el federalismo, el control del poder político, entre otros temas.
Simultáneamente, en el Congreso de la Unión, los líderes de la bancada oficialista, presentaban la llamada reforma por la supremacía constitucional con dos aspectos fundamentales: a) la eliminación de la protección judicial ante la inconvencionalidad de una norma, es decir, la proscripción del contenido de la sentencia Radilla, que extendió el control difuso a los jueces federales y locales y b) la inatacabilidad de las reformas constitucionales por la vía del juicio de amparo, la controversia constitucional y la acción de inconstitucionalidad.
El primer aspecto, que era una aberración al sistema pro persona humana que ya forma parte de la estructura básica de nuestra constitución, fue eliminada de la propuesta de reforma, que se aprobó rápidamente sólo en lo relativo al segundo aspecto.
En mi intervención, relacionada con las decisiones político-fundamentales, sostuve que éstas son elementos esenciales en cualquier constitución que otorgan la identidad a los Estados y, desde 1824, adoptamos la república federal, democrática representativa, bicameral y con división de poderes e independencia judicial como garantía necesaria al respeto de los derechos de los habitantes de nuestro territorio.
Durante nuestro desarrollo histórico constitucional incorporamos a estas decisiones los derechos humanos, la laicidad estatal, el municipio libre y la protección constitucional por los jueces.
También señalé la peligrosidad, con tendencias autoritarias, incluso totalitarias, de atribuir a un sujeto histórico político, como el pueblo, la raza o la clase, la determinación de estas decisiones fundamentales, toda vez que atenta contra el pluralismo político, social y cultural.
No debe existir un destino prefijado que se imponga de una generación a otra, ni cláusulas pétreas de determinen una forma de ser a un Estado. La idea de que existe un proyecto revolucionario o conservador inamovible en una constitución es la antesala de la guillotina para todo aquel que difiera de la verdad del poder.
Enrique Uribe de la Universidad Autónoma del Estado de México, con base en las ideas de Jorge Carpizo, recuperó la idea que en la Constitución deben existir disposiciones grabadas en piedra, que establezcan a la democracia como principio inmutable e inviolable.
Sin embargo, en mi opinión, la formalidad es insuficiente para aquellos que, con una mayoría electoral coyuntural, pretenden imponer un proyecto político sustentado en el destino de un pueblo. Ahí están los ejemplos del nazismo, el fascismo y los populismos europeos del siglo XXI.
Jaime Olaiz de la Universidad Panamericana destacó la importancia de la institucionalización de las constituciones como sustento real de sus valores y reglas operativas, que es la llamada estructura básica.
Con base en esto, considero que la nueva constitucionalidad que construimos, entre 1982-2018, con su más de 500 modificaciones al texto, estableció el paradigma de los derechos humanos, fortaleció la independencia judicial, amplió las autonomías constitucionales, impulsó la rendición de cuentas, la transparencia y la responsabilidad estatal y un larguísimo etcétera, no se logró normalizar y eso es lo que ha permitido su destrucción para regresarnos a la institucionalidad autoritaria revolucionaria del partido hegemónico.
Olaiz señaló que la posibilidad de la revisión de la convencionalidad de las reformas constitucionales, es decir, el respeto de los derechos humanos o la independencia de los jueces por parte del poder revisor de la Constitución no se institucionalizó, en razón a que ese debate en la SCJN se prolongó demasiado y, por ejemplo, en el caso de la prisión preventiva oficiosa, la mayoría de su pleno determinó que el constituyente permanente podía establecer salvedades a los derechos humanos consignados en tratados internacionales firmados por nuestro país.
Las decisiones políticas fundamentales como formas jurídicas y valores inspiradores se mantienen en la narrativa oficialista y de la oposición.
Lo que está sucediendo es que algunas de las reformas constitucionales recientes y en proceso de aprobación en el Congreso de la Unión pretenden desmontar la estructura básica del constitucionalismo, que en esencia significa límite al poder del Estado, con lo que, cuando la Constitución se convierte exclusivamente en una ley para imponer un destino manifiesto, esta pierde su sentido y funcionalidad.
Por eso, el constitucionalismo está en crisis en Iberoamérica y el mundo, porque ante la justificada desesperanza de las personas y las sociedades por las élites corruptas y la desigualdad social, hay líderes que ofrecen vías alternas al acuerdo político previo en una Constitución, como fuente de legitimación del poder y utilizan una narrativa en la que se presentan como defensores de la democracia, la independencia judicial, la división de poderes y la supremacía constitucional.