“La humanidad es demasiado frágil para afrontar la verdad de las cosas; pero para cualquiera que se enfrente con la realidad de la naturaleza y de los procesos con la mente clara, la respuesta es absolutamente ineludible: El mal domina estos tiempos” (Lawrence Durrell, 1974-1985, El quinteto de Aviñón, citado en John Gray, 2015, El alma de las marionetas. Un breve estudio sobre la libertad del ser humano, Sexto piso, Madrid, p. 19).
Al disponerse a justificar las tareas del Estado, Nicolás Maquiavelo se pregunta si la naturaleza humana es buena o mala, concluyendo que es mala y que, en contra de esa maldad, habrá de operar la política. En el profundo malestar que produce la agitada actividad del actual presidente de los EUA, la audiencia mundial parece olvidarse que, más que una enfermedad, Donald Trump es un síntoma del mal que domina estos tiempos. Nada más y nada menos.
Una fuerte sacudida a la economía mundial, una brutal intolerancia obsequiada a las más diversas minorías, una puesta al día del racismo que -desde siempre- está en el ADN de aquella sociedad, una brutal reivindicación del WASP (blanco, anglo sajón y protestante), una nostalgia anacrónica por la dominancia manufacturera global, una reiterada apelación a un electorado idiotizado por los medios y por la imposibilidad de alcanzar una educación universitaria y la pretenciosa recuperación de un impresentable imperialismo, son los adornos que, con el mayor desparpajo, declara el gobernante y los demás comparten.
El sometimiento o la descalificación de los demás poderes republicanos y el incumplimiento de los mandatos de magistrados y jueces han servido a Trump para operar con arreglo a leyes del siglo XVIII, previstas para un estado de guerra, en el propósito de desterrar y encarcelar a extranjeros que, en muchos casos, son inmigrantes documentados.
A los 100 días de tropelías gubernamentales, el tiradero producido por este chivo en cristalería comienza a preocupar a sus propios electores, a quienes le supusieron cualidades de curandero de males asombrosamente exagerados, cuando no inventados. Sus propios correligionarios pronostican resultados adversos en las elecciones del próximo año y la palabra a la que quiso llenar de esplendor, arancel, por su excesiva y amenazante invocación ya le ha provocado el efecto adverso: la balanza comercial de su país se ha convertido en mucho más deficitaria por la importación desencadenada de computadoras y fármacos, en previsión de la aplicación de esas tarifas.
En economía internacional, una devaluación -de difícil respuesta- es más recomendable que la aplicación de aranceles que pueden recibir reacciones en reciprocidad. Las dos cosas, devaluación y respuesta arancelaria, son las que ha aplicado China, la némesis del subnormal, obligándolo parcialmente a reconsiderar sus locuras.
Si, en pequeña escala, vemos la repetición de estos síntomas en El Salvador y en Argentina, por no hablar de Israel, Hungría, Italia, Rusia y Polonia, la verdad anunciada en el epígrafe resulta ineludible: el mal anda suelto y recorre velozmente el planeta. Son tiempos de poner en ejercicio una sólida resistencia. Más nos vale.