El verbo “legalizar” tiene su origen etimológico en el latín. Significa “hacer que sea permitido por ley”. Es el resultado de la suma de varios componentes léxicos de dicha lengua: el sustantivo “lex, legis”, que puede traducirse como “ley”; el sufijo de relación “alis”; el sufijo “izar”, que es equivalente a “convertir en”. Por tanto, la “legalización” consiste en hacer que algo sea permitido por la ley. Además el verbo “legalizar” alude a otorgar estado legal o a certificar, mediante un acto administrativo de la autoridad para acreditar la autenticidad de un documento o de una firma, atribuyéndole efectos legales.

De entrada, no se puede afirmar que todo lo que ha sido “legalizado” sea lo mejor o más adecuado y conveniente para una sociedad. Hay diversos tipos de legalizaciones. Mediante actos administrativos se pueden etiquetar muchas acciones como legales, que de suyo son deplorables, por ejemplo la esclavitud, la prostitución, el aborto o la legalización de la eutanasia, las leyes que avalan las operaciones transexuales para menores de edad, sin consentimiento de sus padres… En Holanda ha llegado a ser legal que los menores de 12 años soliciten la eutanasia. No todo lo “legal” es bueno en sí mismo.

Del latín lex, legis, se entiende por “ley” una regla o norma. Ésta puede ser natural o positiva. La ley natural, básicamente es aquella que muestra las relaciones indefectibles que de suyo existen en la naturaleza y que son reconocidas por la correcta razón. La ley positiva en cambio es la dictada por un legislador, como un precepto  establecido por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia y cuyo incumplimiento conlleva a una sanción.

La distinción entre ley natural y positiva es importante, sobre todo en el momento de establecer criterios que tienen repercusiones para la vida y la convivencia entre los seres humanos en una sociedad determinada. Pero es de suma importancia que las leyes promulgadas por una autoridad, no sólo no vayan en contra de las naturales, sino que ambas se compaginen para lograr la armonía deseada.

Tanto Aristóteles como santo Tomás de Aquino expresaban la importancia de que las leyes establecidas por la autoridad estuvieran ordenadas al bien común, no sólo al provecho personal. El primero hablaba del “consentimiento de la ciudad”. Santo Tomás, por su parte, se enfocaba a la “ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada solemnemente por quien cuida a la comunidad”.

Siempre será deseable que exista respeto y armonía entre las leyes que de suyo existen en la naturaleza misma y las legislaciones emanadas de los poderes públicos. Esta concordia siempre contribuirá a un mejor equilibrio social y, por ende, al bienestar de las personas. Por el contrario, el conflicto entre ellas puede acarrear consecuencias negativas y violentas en la vida de los ciudadanos.

Como criterio general, los cristianos, como los demás buenos ciudadanos, debemos respetar tanto las leyes naturales y como las establecidas por la autoridad legítima, sobre todo cuando éstas se encaminan al bien común. En caso contrario, es justificable el cuestionamiento y la oposición a las mismas. Incluso, en situaciones extremas, cuando existe justas y claras razones, se puede llegar a apelar a la resistencia o a la desobediencia civil.

Los creyentes en Cristo, por tanto, como ciudadanos que somos (cf. 1 Pe 2,13-17; Ti 3,1) estamos llamados a contribuir a la armonía social, sobre todo siendo portadores e impulsores de la fraternidad, como nos ha dicho el Papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti. Nos toca trabajar y esforzarnos para que la “amistad social” vaya permeando y siendo una realidad en este mundo encerrado entre muchas sombras, a causa de tantos males que afligen y azotan a la humanidad. Nuestra misión principal es, por tanto, contribuir a la armonía fraterna en el mundo. Pero también los que creemos en Dios y en su proyecto de salvación revelado por su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor, tenemos derecho e incluso obligación de alzar la voz y protestar con energía ante las leyes que atentan contra la dignidad de las personas y sus valores más altos como la vida, la familia, la libertad religiosa, la paz, la salud…

Al mismo tampoco, sin embargo, no podemos anclarnos en la inconformidad o en la sola protesta, exigiendo únicamente que cambien ciertas legislaciones injustas, aberrantes y hasta absurdas. Necesitamos mirar con mayor profundidad, partiendo de un análisis introspectivo y de una sana autocrítica. Los hombres y mujeres de fe necesitamos ir a la raíz de la problemática que afecta a nuestras sociedades y que va más allá de lo declarado legal o ilegal, como podrían ser los casos antes mencionados o el uso lúdico de la mariguana, en vías de aprobación en México, que abrirá la puerta para ulteriores legalizaciones de estupefacientes.

Quedarnos en el lamento, en la protesta o incluso en la resistencia civil no es suficiente. Nuestra tarea como cristianos va más allá. Radica en el compromiso y esfuerzo para cultivar y fomentar los valores más altos, que ennoblecen al ser humano, los valores morales y espirituales que otorgan el sentido de trascendencia. Nuestra misión es, por tanto, la formación de las personas, en su integralidad y unidad inseparable de cuerpo y espíritu.

La genuina “voz profética” es capaz de “denunciar” las legalizaciones muchas veces manipuladas por ciertas ideologías, a las que no les importa la ley natural. Pero la “voz profética” consiste también y sobre todo en alzar la voz para “anunciar” el proyecto de Dios que dignifica al ser humano. La “voz profética” llama a construir y edificar una mejor comunidad humana, mediante la formación espiritual e integral de las personas.

Cuando una persona está formada en la fe, jamás ingenuamente se adherirá a aquellas legalizaciones contrarias a sus altos valores y profundas convicciones. Si la prostitución, la droga, el aborto, la eutanasia… son legalizadas por quienes detentan el poder, bajo el influjo de ideologías perniciosas, la persona formada en la fe, en sus valores y convicciones, nunca las asumirá, ni las fomentará.

Por eso, si bien es necesario levantar la voz contra aquellas legislaciones aberrantes, lo más importante y urgente de todo es potenciar la evangelización y trabajar en favor de la sólida formación de nuestros hermanos en la fe. “De este modo ya no seremos niños arrastrados por el viento de cualquiera enseñanza y engañados por la astucia humana que lleva al error” (Ef 4,14).

Primer Obispo titular de la Diócesis de Azcapotzalco