Desde el inicio del gobierno presidencial de Morena a finales de 2018, fuimos testigos de una de las escenas más simbólicas que caracterizaron a esa administración, el titular del Ejecutivo apareció en conferencia agitando un pañuelito blanco asegurando que la corrupción gubernamental había terminado.
Esa imagen pretendía marcar un antes y un después en la historia nacional, como si con el simple hecho de declararlo fuera suficiente para acabar con uno de los grandes flagelos de México.
En esos mismos días, millones de mexicanos en todo el país pasábamos horas formados en gasolineras porque ese gobierno decidió cerrar ductos de Pemex con el argumento de combatir el huachicol que hasta ese momento lo ubicábamos como la extracción de combustible (ordeña) de ductos por grupos criminales y pobladores.
El mensaje era claro: López Obrador quería erigirse como el presidente que había enfrentado de raíz a los delincuentes que robaban combustible.
Hoy sabemos que esa narrativa no solo fue falsa, sino que sirvió de cortina de humo para justificar decisiones políticas que terminaron abriendo la puerta al mayor saqueo en la historia de nuestro país y que hoy es sinónimo de vergüenza internacional.
Seis años después de aquel episodio comprobamos que el huachicol no desapareció; se transformó, o peor aún, se institucionalizó. Ahora hablamos de un fraude fiscal monumental –el saqueo de crudo a través de buques, ductos o camiones a Estados Unidos donde se refina y posteriormente se ingresa de nuevo al país con documentación falsa disfrazándolo de lubricantes, alcoholes o aditivos para después venderlo en gasolinerías evitando impuestos y aranceles– ocasionando un quebranto al país superior a los 175 mil millones de pesos al año de acuerdo con la consultora Petro Intelligence, y que solo es posible con la complicidad de funcionarios del más alto nivel en aduanas y otras oficinas de gobierno federal.
Este escándalo no solo refleja un desfalco económico sin precedentes; también evidencia una estrategia de seguridad fallida. Desde el inicio del sexenio advertimos que militarizar tareas civiles y poner a las Fuerzas Armadas en actividades que no les correspondían, como la administración de aduanas, no fortalecería al Estado, sino que lo pondría en mayor riesgo.
Hoy la Marina Armada de México, institución respetada y símbolo de disciplina, se ve salpicada por una red de corrupción que no solo involucra a civiles, sino a mandos militares. Se ha documentado incluso que quienes intentaron denunciar irregularidades han sido silenciados o asesinados.
Desde el 2019 Acción Nacional denunció la existencia de este esquema de contrabando operado desde el propio gobierno. En 2021 y 2024 denunciamos que esas redes financiaron campañas políticas del Partido Morena; hasta hoy, no se había investigado con seriedad.
La paradoja es dolorosa: mientras desde el Ejecutivo se presume austeridad y honestidad, millones de mexicanos enfrentan los estragos de una economía estancada, inflación persistente y servicios públicos debilitados.
La gasolina sigue cara, los hospitales carecen de medicinas, los niños con cáncer esperan tratamientos y las familias hacen malabares para llenar el carrito del supermercado.
Los recursos que debieron destinarse a educación, salud y seguridad fueron desviados hacia redes criminales que encontraron en este gobierno un terreno fértil para operar.
Las promesas de regeneración moral y de limpiar la “casa” de las escaleras para abajo, evitó los niveles de autoridad, todas estas frases ahora suenan vacías, huecas y se convirtieron solo en propaganda política.
El sexenio que se vendió como el inicio de una transformación histórica quedará marcado como el periodo en que la corrupción no solo no se frenó, sino que se consolidó como un mecanismo estructural del poder.









