Hay que admitirlo: la reforma judicial mexicana ya nos convirtió en un referente mundial -por las peores razones-. Somos la primera democracia constitucional que ha decidido elegir a casi todas sus personas juzgadoras por voto popular.
Pero no nos detuvimos ahí. Establecimos en la propia Constitución requisitos que rozan el absurdo: para ser juez hay que tener un promedio general de 8.0 y de 9.0 en “las materias relacionadas con el cargo”.
También se exige -y esto es importantísimo- presentar cinco “cartas de referencia” que pueden ser firmadas, literalmente, por vecinos. Ya fuimos motivo de burla en Harvard y en el mundo entero. Pero seguimos empeñados en superarnos.
El más reciente despropósito es -otra vez- de la Sala Superior del Tribunal Electoral (TEPJF), que abrió la puerta para que lleguen al cargo personas que ni siquiera cumplen con ese mínimo requisito.
Comencemos por lo más elemental. El artículo 96 constitucional -redactado con una técnica legislativa muy a la altura de la Cuarta Transformación- establece, tal cual, que “[p]ara ser electo ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se necesita”, entre otras cosas, poseer “un promedio general de calificación de cuando menos ocho puntos o su equivalente y de nueve puntos o su equivalente en las materias relacionadas con el cargo al que se postula en la licenciatura, especialidad, maestría o doctorado”.
Eso dice, literalmente, la Constitución para ministras y ministros de la Corte -y luego el artículo 97 establece lo mismo para ser electo como magistrado de circuito y juez de distrito-.
El artículo es un despropósito doble. Primero, el promedio escolar es un pésimo indicador para saber si alguien será una buena jueza. No solo porque la función judicial exige mucho más que tener un grado académico, sino porque en México un vaso de agua y un título de licenciado en Derecho no se le niegan a nadie.
Es cierto: hay universidades y profesoras extraordinarias. Pero también vivimos en un país con más de 2 mil escuelas de Derecho, la mayoría de ellas de dudosa calidad, que básicamente se dedican a vender títulos al mejor postor. Un 10 perfecto en una escuela patito probablemente vale menos que un 7 en un programa serio.
Segundo, la redacción de este requisito está plagada de indeterminaciones. No queda claro qué debe entenderse por “materias relacionadas con el cargo”.
En el caso de ministras y ministros, podría pensarse que todas las materias lo están, pero también podrían construirse interpretaciones más acotadas.
Tampoco es evidente si los dos promedios exigidos -el 8.0 general y el 9.0 en las materias relacionadas- deben haberse obtenido en todos los grados académicos de la persona (de la licenciatura al doctorado), o si basta con uno solo.
Y ni hablar del caos interpretativo que introduce la fórmula “o su equivalente”, en un país donde muchas escuelas usan letras u otras escalas. Así estamos: con la Constitución en mano, obligados a razonar como si estuviéramos en una ventanilla de control escolar.
No sorprende, entonces, que los tres comités de evaluación -encargados de verificar si las y los candidatos cumplían con este y otros requisitos de elegibilidad- hayan llegado a interpretaciones dispares de la misma disposición constitucional.
Tampoco sorprende que los dos únicos comités que realmente funcionaron -el del Poder Legislativo y el del Ejecutivo-, integrados por perfiles abiertamente partidistas, incompetentes, o ambas cosas a la vez, ni siquiera hayan hecho el trabajo mínimo de verificar en todos los casos si se cumplía o no con el promedio exigido.
Y pasó lo que tenía que pasar: personas que no alcanzaban el promedio constitucional se colaron a la boleta. Y algunas incluso ganaron.
Pues bien, ante ese panorama, el Instituto Nacional Electoral (INE) tomó una decisión sensata -y hasta obvia-: declarar inelegibles a quienes no cumplían con el requisito constitucional del promedio. Honor a quien honor merece.
Pero, como suele ocurrir en México, las decisiones administrativas correctas siempre pueden arruinarse en sede judicial. Y así fue. Los tres magistrados de siempre -esos que ya no actúan como jueces constitucionales, sino como delegados de Morena- dijeron lo contrario: que quienes posiblemente no cumplían con requisitos tan básicos como tener 9.0 en las materias relacionadas con el cargo, finalmente sí podían acceder al puesto.
Los argumentos de la mayoría son, francamente, ridículos. En uno de los proyectos de sentencia que votaron estos tres magistrados, se atrevieron a sostener que un requisito constitucional “para ser electo” como ministra, magistrado o juez no constituye, en realidad, un requisito de “elegibilidad”.
Y no solo eso: los magistrados de siempre llevaron el disparate más lejos, al afirmar que los requisitos de promedio no son “condiciones objetivas, medibles y previamente determinadas”, sino que tienen un carácter “cualitativo, técnico y valorativo”, y que, por tanto, el INE no podía revisarlos.
Así, tal cual: que los promedios numéricos no son cuantitativos, sino cualitativos. El mundo al revés. Y, como también ya es costumbre, solo la magistrada Janine Otálora y el magistrado Reyes Rodríguez votaron en contra de este despropósito.
Uno podría decir: ¿qué más da que se cuelen algunos que no cumplen con el promedio? Frente a la devastación general del sistema judicial, quizá esto parezca lo de menos. Pero sería un error dejarlo pasar.
Este no es cualquier tribunal: es el que censura periodistas, el que humilla a ciudadanos con castigos infamantes, el que retuerce la Constitución y ley para favorecer a Morena y al poder.
Y es, también, el tribunal que mañana podría robarse una elección a golpe de sentencias. Ya perdieron la vergüenza. Pero que no crean que no nos damos cuenta.