En torno a la pandemia de coronavirus tenemos algunas certezas. Sabemos la rápida capacidad de contagio del virus y sus profundas afectaciones a la salud de los seres humanos. Sabemos también que el impacto de la pandemia en la economía mexicana será profundo (Banco de México estima que estamos a las puertas de la mayor crisis económica de los últimos 80 años) y prolongado. Sabemos que en nuestros hospitales se está luchando a brazo partido sin los equipos necesarios y sin poder hacer frente al deterioro con el que ingresan muchos pacientes, lo que implica altas tasas de mortalidad hospitalaria.

Frente a esas certezas, tenemos un abismo enorme de dudas. Una de las más grandes es cómo retomar la normalidad en las escuelas. Considerando solamente la educación básica, tenemos poco más de 25 millones de alumnos, que acuden a unos 230 mil centros escolares (198 mil son públicos y 34 mil son privados). A ellos hay que sumar unos 4 millones de estudiantes a nivel universitario (licenciatura y posgrado). Es decir, la apertura de las escuelas supone movilizar a casi 30 millones de estudiantes, más varios millones de profesores y un número considerable de padres de familia, personal administrativo y de limpieza, etcétera. Las autoridades tienen frente a sí un escenario complicado.

Sabemos que el Covid-19 afecta más a los adultos mayores y menos a niños, pero todavía no parece haber certeza científica sobre la capacidad de transmisión del virus por parte de los menores de edad. Habrá seguramente estudiantes que se contagien del virus en su entorno escolar y lo lleven a sus hogares, contagiando a su vez a sus padres o abuelos. Habrá contagios de profesores, muchos de los cuales tienen factores de riesgo añadidos como pueden ser la diabetes, hipertensión o problemas coronarios.

El dilema aumenta si consideramos que la apertura de las escuelas es un factor esencial para retomar las actividades económicas. Muchos padres y madres de familia necesitan que sus hijos vayan a la escuela para poder reincorporarse a sus trabajos. Si no abren las escuelas, habrá personas que no tengan más remedio que llevarse a sus hijos a sus oficinas, porque no tienen con quién dejarlos.

Además, las medidas de seguridad como la “distancia social” o el uso de cubrebocas van a ser imposibles de imponer en escuelas primarias o secundarias. Los niños no tienen desarrollado el sentido del riesgo y es probable que se pongan a jugar con los equipos individuales de protección o que se olviden rápidamente de las recomendaciones de sus padres y maestros.

Un escenario diferente puede considerarse para las universidades. Los estudiantes de ese nivel pueden comprender mejor el efecto del coronavirus y su capacidad de transmisión. Habrá muchas carreras en las que un número importante de clases se puedan tomar en línea. Los profesores universitarios en cierta medida tienen capacidad de adaptación a entornos digitales y están familiarizados con las nuevas tecnologías para efectos pedagógicos. Habrá universidades que salgan adelante en sus procesos de enseñanza-aprendizaje sin necesidad de tener abiertas sus instalaciones físicas.

Pero todo lo anterior, lo queramos o no, pasará una altísima factura en términos de calidad de la enseñanza, la cual supone no solamente la transmisión de conocimientos, sino una serie de hábitos sociales que se aprenden gracias a la convivencia escolar, en el trato diario que existe entre alumnos y profesores. El contacto cotidiano en las aulas es algo que también forma parte del aprendizaje y que es una gran fuente de estímulo intelectual para alumnos y profesores. La pandemia nos obliga a limitar severamente ese contacto; las consecuencias serán devastadoras. Aunque eso es mejor que exponer la vida y la salud de alumnos, profesores y padres de familia, desde luego.

En materia educativa, México pagará un alto precio por el descuido de décadas en la capacitación de los profesores, por la ausencia de inversión en nuevas tecnologías, por la falta de capacidades institucionales para hacer frente a disrupciones como la que estamos viviendo. De nada sirve buscar culpables, ni señalarnos unos a otros con el dedo. Tampoco aporta mucho mirar hacia el pasado. Lo que urgen son soluciones y respuestas, de modo que construyamos entre todos un horizonte educativo más promisorio, en el cual logremos proteger la salud de millones de mexicanos, pero a la vez ofrezcamos certeza para permitir la reactivación económica y que no se detenga el proceso educativo nacional. No va a ser nada fácil.

Investigador del IIJ-UNAM.