“En los intentos por alcanzar una paz duradera, incluso perpetua, los mecanismos eran de respuesta, y presuponían la propensión de la humanidad hacia el conflicto, pero confiaban en que esos peligrosos instintos podían atajarse” (Paul Kennedy, 2008, El parlamento de la humanidad. La historia de las Naciones Unidas, Debate, México, p. 30).
En su clásico por excelencia, La gran transformación, Karl Polanyi explica la paz de cien años, del fin de las Guerras napoleónicas al comienzo de la Gran Guerra, mediante un diseño institucional obsequiado por cinco potencias que, con Japón y Estados Unidos, llegaron a siete. Las instituciones, por orden de importancia, fueron: el libre comercio; el patrón oro y su cíclica mecánica de la inflación a la deflación; el Estado liberal, y el acuerdo entre potencias.
La primacía del libre comercio se explica por la parte cooperativa que le impulsa, aunque el propósito mercantilista, una balanza comercial superavitaria, siempre ha acompañado al librecambismo; el patrón oro, todo un refugio monetario, producía una trayectoria cíclica de las economías nacionales ya que, cuando les iba bien -por precios menores a los de sus contrapartes- la llegada de oro a sus arcas incentivaba la emisión de dinero fácil, con mayores precios, salarios y ganancias (espiral inflacionaria), por lo que hacían crecer unas importaciones más baratas y experimentaban la deflación interna, con menores precios, salarios y ganancias, hasta mejorar su posición exportadora.
El Estado liberal, su peculiar veta democrática, funciona bien si la economía funciona bien; por ello, durante la Gran Depresión, fue la primera víctima del floreciente autoritarismo; y, el caso de los acuerdos entre potencias encontraba frecuentes tropezones en la confrontación entre imperialismos que, por África, Asia, Medio Oriente y una porción del Caribe, escenificaban Reino Unido, Francia, Alemania, Holanda y, en menor medida, Bélgica, más los dos remisos ya mencionados.
Un dato de enorme relevancia durante aquel período es el crecimiento sostenido de ejércitos y armamentos que, por su sola expansión, ilustraban la debilidad de la confianza con la que convivían aquellas potencias. En opinión del propio P. Kennedy, se cocinaba, en medio de esa paz, una contienda entre “comerciantes y soldados”, de la que salieron victoriosos los segundos.
El organismo internacional que, en el siglo XIX, favorecía o intentaba favorecer con mayor entusiasmo la convivencia civilizada entre las naciones, fue el Comité Internacional de la Cruz Roja (creado en 1864) que, como resultó clarísimo desde 1898, no mostró mayor eficiencia.
El tema viene a colación porque, en los tiempos que corren, la capacidad pacificadora de la Organización de las Naciones Unidas es inquietantemente cercana a cero cuando la propensión humana al conflicto se hace más que visible; es decir, hoy, cuando las cosas van muy mal con más de la mitad de la población viviendo bajo gobiernos autoritarios, pueden empeorar.
En dos semanas, el subnormal concluirá su cálculo político para decidir si, además del indirecto, le obsequia a Israel el apoyo directo contra las instalaciones subterráneas de Irán, donde se enriquece uranio útil en la producción de armas nucleares. Sus valedores del MAGA le han recordado que una seria promesa de campaña consistió en no embaucar a su país en ninguna guerra, si no existía agresión contra soldados, instalaciones o intereses estadounidenses; en una lógica de <>, Trump afirma que Irán no debe tener un arma nuclear. Por seguridad planetaria y existencial, ningún país debiera tener tal armamento.
Parece un salto hacia el pasado medieval que, de la confrontación ente dos Estados Teocráticos, dependa la paz en vilo que vivimos.