En el mundo actual, el conocimiento es el nuevo petróleo. Los países que lo producen, lo refinan y lo aplican son los que marcan la pauta económica y tecnológica del siglo XXI.
Ante tiempos de cambio y tendencias económicas inesperadas, es momento de abrir una discusión crucial sobre el modelo económico que México necesita para las próximas décadas: la economía del conocimiento.
Mientras Estados Unidos lanza un ambicioso plan de relocalización industrial y Europa refuerza sus políticas de innovación verde, nuestro país sigue sin una estrategia clara para competir.
El riesgo es evidente: sin inversión en conocimiento, el nearshoring puede quedarse en una ola pasajera, y no en el motor de desarrollo que prometen los discursos.
En el siglo XX, México se convirtió en una potencia manufacturera gracias a tres ventajas: ubicación geográfica privilegiada, costos laborales competitivos y acceso preferencial al mercado más grande del mundo.
Esa fórmula -basada en costos y tratados- nos dio décadas de crecimiento exportador. Sin embargo, en pleno siglo XXI, esa receta ya no es suficiente. La nueva frontera de la competitividad no se mide en salarios bajos, sino en la capacidad de generar, aplicar y escalar ideas que se transformen en valor agregado.
Las economías líderes lo entendieron hace tiempo. Corea del Sur destina el 4.9 % de su PIB a investigación y desarrollo; Israel, el 5.6%; Estados Unidos, el 3.4 %. México invierte apenas el 0.3 %, y de manera fragmentada.
Esta brecha nos coloca en el lugar 58 de 63 países evaluados por el Índice Mundial de Innovación, y refleja una tendencia preocupante: la inversión pública en ciencia y tecnología ha caído 40 % en la última década. Sin un cambio de rumbo, no podremos aspirar a competir en sectores estratégicos ni a romper la dependencia de industrias de bajo margen.
El talento existe, pero el tiempo corre. Contamos con una red universitaria de más de 4.2 millones de estudiantes y un bono demográfico que durará menos de veinte años.
Ciudades como Guadalajara, Monterrey y Querétaro han comenzado a construir ecosistemas especializados en tecnología, industria avanzada y aeroespacial.
Sin embargo, México tiene solo 0.4 investigadores por cada mil trabajadores, frente a 8 en Corea. Cuando no existe una política de Estado para retener y potenciar el talento, las ideas se dispersan y los profesionales más capacitados emigran.
La economía del conocimiento no se reduce a laboratorios ni a computadoras; es un ecosistema donde empresas, universidades y gobiernos trabajan juntos para crear, aplicar y escalar innovaciones.
El mundo está lleno de ejemplos: Taiwán con sus semiconductores, Boston como capital de la biotecnología, Toulouse como centro aeroespacial europeo. Ninguno surgió por accidente: detrás hubo planes de largo plazo, inversión sostenida y colaboración público-privada.
México necesita con urgencia una política nacional de innovación a 20 años que alinee incentivos fiscales, inversión pública y capital privado hacia un objetivo común: generar conocimiento comercializable.
Esto implica becas para doctorados industriales, fondos mixtos de capital de riesgo y una reforma educativa que priorice ciencias, ingeniería y habilidades digitales desde la educación básica.
Si no lo hacemos, el nearshoring nos condenará al papel de ensambladores baratos mientras otros países capturan el verdadero valor agregado.
Si actuamos, podremos impulsar industrias de alto margen, crear empleos mejor pagados y reducir la vulnerabilidad frente a los vaivenes políticos y comerciales de nuestros socios. El futuro no se improvisa; se construye con decisiones valientes y visión de largo plazo.
Peter Drucker, padre del management moderno, lo dijo con claridad: “La mejor manera de predecir el futuro es crearlo”. México no puede esperar a que ese futuro nos llegue importado; debemos diseñarlo desde nuestras aulas, laboratorios y centros de innovación.
La economía del conocimiento no es una moda ni un lujo. Es la única garantía de una competitividad sostenible y de un desarrollo que trascienda coyunturas políticas. El momento de apostar por ella no es mañana. Es hoy.