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Hoy Escriben - Jorge Triana

Licencia para perseguir

Claudia Sheinbaum y Alejandro Gertz Manero reaccionaron con evidente indignación ante las revelaciones surgidas en Israel, donde empresarios de NSO Group aseguran que el gobierno de Enrique Peña Nieto recibió sobornos por 25 millones de dólares para facilitar la compra del software espía Pegasus.

Sin embargo, lo que no dijeron es que el Estado mexicano siguió utilizando Pegasus durante el sexenio de López Obrador, y que hoy, con su aval, el espionaje se ha legalizado.

Ese aparato de vigilancia que se fortaleció en el sexenio anterior no solo sigue operando: se ha blindado, legalizado y expandido. El ejemplo más alarmante es la reciente aprobación de reformas que permiten al gobierno acceder a datos de geolocalización y comunicaciones privadas sin necesidad de orden judicial previa: la llamada Ley Espía.

Un marco legal que normaliza la vigilancia sobre ciudadanos, opositores, activistas y periodistas. Una legislación peligrosa que institucionaliza lo que antes se hacía en las sombras.

Y el problema no es hipotético. Sabemos perfectamente cómo ha usado el obradorismo ese poder. Sabemos bien que quienes hoy lo detentan ya lo han utilizado en el pasado sin escrúpulos. Empezando por el Ejército.

Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, las Fuerzas Armadas no solo crecieron en presupuesto y facultades: también consolidaron una unidad clandestina de espionaje civil.

Utilizaron Pegasus para intervenir los teléfonos de periodistas, activistas y defensores de derechos humanos. No se trata de rumores: fue documentado por organizaciones como Citizen Lab y Red en Defensa de los Derechos Digitales (R3D).

Uno de los casos más alarmantes fue el del activista Raymundo Ramos, quien ha documentado durante más de dos décadas violaciones graves a los derechos humanos cometidas por militares en Tamaulipas. Su teléfono fue infectado justo después de denunciar ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el Ejército en Nuevo Laredo.

También fueron espiados periodistas del portal Animal Político, justo después de publicar una investigación sobre abusos de las Fuerzas Armadas. Incluso integrantes del Centro Prodh, una organización jesuita que acompaña casos emblemáticos como el de Ayotzinapa, fueron objeto de espionaje digital.

Y quizá el caso más escandaloso: el del entonces subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, encargado de la investigación del caso Ayotzinapa.

Su teléfono fue intervenido en una operación orquestada desde la propia Secretaría de la Defensa Nacional. ¿La respuesta del presidente? Una evasiva: “No sabía”. Y luego, la frase más reveladora del sexenio: “No es espionaje, es inteligencia”.

Pero el Ejército no fue el único actor en estas prácticas.

En 2023, la entonces fiscal de la Ciudad de México —y hoy consejera jurídica de la Presidencia de la República—, Ernestina Godoy, protagonizó otro de los escándalos de espionaje político más graves de los últimos años.

Según una investigación de The New York Times, la Fiscalía a su cargo solicitó ilegalmente registros telefónicos, mensajes y datos de geolocalización de políticos, periodistas y activistas. Todo sin orden judicial, aprovechando vacíos legales y carpetas fabricadas por delitos graves como secuestro.

Entre las personas espiadas estaban los panistas Santiago Taboada, Federico Doring, Jorge Romero, Santiago Creel, Lilly Téllez y también figuras incómodas dentro de Morena, como Ricardo Monreal y Marcelo Ebrard. El espionaje no distinguía militancia: el criterio era quién representaba un obstáculo político para Sheinbaum y su círculo más cercano.

El modus operandi era perverso: se abría una carpeta sobre un caso inexistente de secuestro o desaparición forzada, y con eso se solicitaban datos personales a las compañías telefónicas. No había juez. No había control. Solo espionaje político disfrazado de legalidad.

Y ahora, ese mismo mecanismo tiene respaldo formal.

La recién aprobada Ley Espía permite al gobierno obtener datos de localización y comunicaciones sin autorización judicial. Y la Guardia Nacional —controlada por la Sedena— será uno de los principales operadores de esta nueva facultad.

Es decir: los mismos que espiaron a Encinas, a periodistas y a activistas, ahora tienen permiso oficial para hacerlo. Sin rendir cuentas. Sin controles. Sin frenos.

Esto no es un accidente. Es parte de un modelo de poder. Un modelo que se dice “progresista”, pero actúa como un régimen autoritario. Un modelo que criminaliza la disidencia, premia la opacidad y convierte la vigilancia en estrategia de control político.

La pregunta es inevitable: ¿por qué una presidenta que promete “diálogo” y “cercanía” con el pueblo necesita espiar a su propia gente?

Un gobierno que espía no es un gobierno fuerte: es un gobierno que teme. Y cuando el poder tiene miedo, suele reaccionar con violencia.

Lo que Morena acaba de aprobar no es una herramienta de seguridad: es la legalización de lo que antes hacían en lo oscuro. Es, sin eufemismos, una licencia para perseguir.