El pasado 12 de mayo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación dio un paso histórico: resolvió que la licencia de paternidad de cinco días hábiles es discriminatoria y debe ampliarse, de manera progresiva y gradual, hasta que sea igual o similar a aquella que por ley se le otorga a la madre.
Esta resolución, que surgió a partir de una acción promovida por la CNDH, sostiene que los padres deben tener el mismo derecho a ausentarse del trabajo tras el nacimiento -o adopción- de sus hijas o hijos, no solo por ellos, sino porque la carga desproporcionada que actualmente recae sobre las mujeres es insostenible.
Aunque el caso específico se refería a una norma del estado de Baja California Sur aplicable a los trabajadores del estado, el mensaje de la Corte fue claro: todos los Congresos estatales deben revisar y reformar sus legislaciones laborales para garantizar licencias de paternidad dignas, suficientes y justas.
Esto, señaló la Corte, va acorde a las reformas constitucionales impulsadas por la presidenta Claudia Sheinbaum en noviembre del año pasado, relativas a garantizar la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres.
Bajo dicha interpretación, ya no se trata de un asunto local u opcional, si no un mandato constitucional que responde a los principios más básicos de igualdad, corresponsabilidad y derechos humanos.
Hoy el sistema laboral y de cuidados está estructurado para que, una vez que una mujer da a luz, todo recaiga sobre ella: el recién nacido, la casa, otros hijos, si los hay, la recuperación física, la lactancia, la salud mental, la culpa.
Cinco días después, su pareja se reincorpora al trabajo, y ella se queda sola criando, organizando, sosteniendo, mientras el sistema asume que ese es su lugar. ¿Y el de él? El sistema, en cambio, le dice que ayudar es opcional, que “lo correcto” es volver rápido al trabajo.
Lo viví en carne propia hace apenas un mes. El día que mi esposo volvió a la oficina, me invadió una angustia profunda: ¿cómo me voy a quedar sola con un recién nacido si apenas puedo caminar bien? ¿Quién me va a cuidar a mí mientras cuido a alguien más? Y aún así, con el cuerpo adolorido y las emociones a flor de piel, me vi organizando pañales, haciendo el súper, sacándome leche y tratando de fingir que todo estaba bajo control. No lo estaba.
Porque la maternidad no se puede vivir sola. Porque la lactancia en sí ya es un trabajo de tiempo completo, más todo lo que implica cuidar y atender a un recién nacido.
Esto, aunado a la carga mental y las noches sin dormir. Porque los hombres también tienen derecho a estar presentes, a criar, a saber cuánto come su bebé, cuál es su pijama favorita, cómo se calma cuando llora. Y -algunos de ellos- no lo hacen porque no quieran, sino porque el sistema no se los permite.
Además, hablar de “licencia de paternidad” es quedarse corto. El propio término excluye a parejas del mismo sexo, a madres no gestantes y a muchas otras configuraciones familiares.
Como señala Melinda Gates, deberíamos empezar a hablar de licencias familiares, para no seguir encasillando el cuidado en un modelo único de familia que no representa la diversidad actual.
El problema no es solo emocional o físico: es también económico y estructural. Como bien explica el libro Career and Family, de Claudia Goldin, uno de los principales motivos por los que las mujeres abandonan su carrera profesional es la ausencia de un sistema de cuidados que funcione.
No se trata solo de elegir entre familia o trabajo: es que el entorno está diseñado para que, después de tener hijos, las mujeres no regresen al mercado laboral o lo hagan en condiciones profundamente desiguales.
¿Y cómo lo van a hacer, si no tienen red de apoyo, si sus parejas tienen que volver a trabajar a los cinco días, si no hay estancias infantiles suficientes ni horarios flexibles ni leyes que reconozcan la carga que implica maternar?
Por eso, las licencias familiares no son solo un derecho para los hombres o parejas de las madres. Son también una política urgente para aliviar la carga de las mujeres, permitir una verdadera corresponsabilidad, y lograr que la maternidad no sea una sentencia de aislamiento o renuncia profesional.
No deberían ser un “beneficio” que algunas empresas dan como cortesía, sino una obligación legal, con plazos razonables que reflejen el tiempo y el esfuerzo que implica cuidar.
Falta mucho para que esta licencia familiar sea una realidad para todas las personas. Porque no se trata solo de cambiar las leyes: también necesitamos transformar los roles de género profundamente arraigados.
Porque incluso cuando los hombres tienen acceso a una licencia, muchos no se la toman porque sienten que no es su responsabilidad, o por miedo a cómo serán percibidos en la empresa o porque la cultura organizacional les dice que “eso no es lo que les toca”.
También falta que estas licencias se extiendan más allá de los trabajadores del estado, sino que apliquen también a particulares y se garanticen en todos los sectores y en todos los estados del país.
Pero la Suprema Corte ya dio el primer paso. Y con eso, vamos avanzando. Hacia un país más justo, más equitativo y más humano, donde criar no sea una carga que recaiga solo en las mujeres, sino una labor compartida, acompañada y valorada.