Les cerraron la puerta, les hicieron dar vueltas, los dejaron en la calle bajo el rayo del sol. En algunos lugares, les robaron sus cosas, los insultaron y hasta los amenazaron. En las zonas más sinuosas hubo más de 40 accidentados. En Fresnillo, Zacatecas, cuando tocaba puertas y entregaba notificaciones, Roberto Ricoy fue asesinado a balazos. Estos casos —los menos afortunadamente— no minaron al ejército de casi 50 mil capacitadores y supervisores electorales, reclutados por el Instituto Nacional Electoral, que hicieron posible la elección. En plena pandemia, en medio de un ambiente de crispación y sin vacuna de por medio, los capacitadores oscilaron mayoritariamente entre los millennials, es decir la llamada “generación incomprendida” por el estigma de la pereza y la Generación Z. Como en otras elecciones, para varios de ellos, la capacitación fue la oportunidad de demostrar con hechos que los jóvenes no son apáticos, se comprometen con su trabajo y apuestan al diálogo para resolver los conflictos. Ellos tuvieron que lidiar con la desinformación de las redes sociales, el miedo, la insidia y el descrédito varias veces promovido desde la Presidencia de la República. Quienes aceptaron dedicar su jornada dominical a recabar votos se hicieron cargo de las medidas sanitarias de rigor, del manejo de la casilla única y del conteo de votos —a veces hasta la madrugada— que en cuatro entidades federativas implicó cinco cargos distintos con coaliciones diferenciadas.

Al final, la combinación de una estrategia de capacitación virtual y presencial permitió que ciudadanos seleccionados al azar integraran 162 mil 610 casillas a lo largo y ancho del país. Contra todo pronóstico se lograron instalar el 99 por ciento de las casillas incluido el conflictivo municipio de Aguililla en Michoacán.

Salvo casos aislados de violencia, la jornada electoral se desarrolló en paz y con expresiones de respeto, de civismo y de solidaridad, justo todo aquello que permite la convivencia en las diferencias y niega la violencia política. Los ciudadanos estuvimos por encima del discurso de odio y de la negación del otro. Por ello, más allá de la nueva geografía política al norte y centro del país, la elección nos dice mucho sobre lo que somos y nos dice más sobre lo que necesitamos seguir siendo.

La elección mostró que hoy más que nunca valoramos la existencia de una autoridad electoral que deposita su confianza en ciudadanos sin adjetivos. A pesar de la pandemia y de la pobreza de las campañas y propuestas el voto se ejerció igualitariamente como un derecho. A nivel federal la participación sucedió con más entusiasmo que en otras elecciones intermedias, en entidades como Baja California con la desesperanza de apenas un 38 por ciento.

En algunas zonas el resultado fue una forma de castigo a la corrupción de los gobiernos en turno y se optó por la alternancia. En otras, fue una ratificación. Y en otras más, se perfiló una necesaria tercera opción. Salvo el caso notable de Miguel Treviño en Monterrey, los independientes no pintaron en esta elección. Gracias a los criterios de paridad, seis mujeres más serán gobernadoras. Pero se equivocan quienes piensan que el triunfo se traduce en un cheque en blanco. Tras la tempestad electoral no vendrá la calma. Y todo indica que al resultado final de los cómputos distritales, le seguirá la fiscalización de los gastos de campaña, las impugnaciones con y sin sustento pero sobretodo una agenda legislativa y de gobierno que necesitará de ciudadanos organizados para acompañar las decisiones, exigir cuentas y evitar retrocesos en el ejercicio de nuestros derechos.