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Hoy Escriben - Gabriel Sánchez Pozos

Mochilazo en el tiempo

El antiguo oficio de ser ropavejero

Él comenzó comprando ropa y objetos en provincia para venderlos en la capital mexicana; después optó por quedarse en la Ciudad de México para preguntar a los vecinos si vendían cosas que ya no usaban; más tarde los productos variaron tanto que cargarlos en la espalda con un ayate ya no era posible y decidió usar transporte. Este ha sido el largo andar del ropavejero a través de la historia.

El viaje empieza con el trapero. Según Alfonso Hernández, cronista de Tepito, este personaje llevaba partes de ropa, prendas típicas y objetos que adquiría en distintos estados de la República a un lugar conocido como Baratillo, un compendio de locales de comercio informal donde la gente trabajaba, comía y dormía, antecesor de los actuales mercados.

El origen de dicho espacio se remonta a la época virreinal refiere Jorge Olvera Ramos en su obra “Los Mercados de la Plaza Mayor en la Ciudad De México” y aunque tuvo diversas localizaciones, la última fue la actual Plaza de Garibaldi. A principios del siglo XX el Baratillo fue trasladado, por motivos de seguridad e higiene, a la Plazuela de Tepito, hoy conocida como plaza Fray Bartolomé de las Casas.

Los traperos inspiraron a otras personas, quienes comenzaron a emular sus acciones sin salir de la capital: compraban ropa y artilugios de segunda mano para revenderlos en Tepito. Así nació el ayatero, cuyo puesto era el mismo transporte donde cargaba sus cosas: un cuadro de ayate, una fibra salida de las pencas del maguey, muy parecido al que usaba Juan Diego durante la aparición de la Virgen de Guadalupe.

Con cuatro puntas y mismo número de lazos, el ayate podía extenderse o cargarse en segundos. En ese entonces este material era de precio accesible, pero su desuso hizo que se encareciera y la gente optara por llevar réplicas hechas de rafia. A estos comerciantes también se les llamaba ropavejeros y se hacían notar por su famoso pregón: “¡Zapatos viejos! ¡Ropa usada que venda!”.

Alfonso Hernández menciona que cuando la gente le vendía objetos de gran tamaño al ayatero y este no podía llevárselos por su tamaño, una nueva modalidad de ropavejero nació: el carrero.

Ellos iban junto a los ayateros con un carro de madera, por si necesitaban ayuda. Con el tiempo se adaptaron, primero lo hicieron al usar animales, pero cuando quedó prohibido en la capital, en 2015 llegó la última versión, una persona que sale en su camión con la grabación de “se compran refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que venda”.

En este mayo Juan Jorge Vergara Jardón cumplió 49 años como ropavejero, él tiene 70. Hoy está afónico porque un par de horas antes salió a gritar “zapatos, ropa, aparatos descompuestos que cambie por loza… ¡cambiador!”. Vestido con una camisa azul y pantalón blanco, espera sentado que se venda su ropa en la calle de Tenochtitlan, en Tepito.

Su rutina consiste en caminar con un ayate de rafia en un brazo y una canasta llena de artículos para intercambiar en otro, mientras sostiene con una mano el megáfono que lo ayuda a gritar su pregón; presume de ser el último representante del oficio en salir a buscar mercancía de esta manera.

En un día malo puede no ganar nada y en uno bueno hasta llevarse 400 pesos libres, sin los gastos de ese momento. Juan confiesa que tiene ropa que compró hace 15 días que aún no se le vende. Cuando pasa algo así, ofrece a los remateros, quienes venden prendas en los tianguis a cinco pesos, toda una bolsa de vestiduras por cien pesos.

A casi tres kilómetros de Tepito un compañero de profesión de Juan Vergara espera vender en el tianguis del Mercado Unidad Rastro, en la alcaldía Venustiano Carranza; sin embargo, Trinidad Rodríguez Castro, de 80 años, no sale a gritar a las colonias desde hace más de 10 años “porque las piernas ya no le dan”.

En sus inicios en los años 60 el señor Rodríguez recuerda que su recorrido empezaba a las siete de la mañana y duraba dos horas. “Nosotros gritábamos y salían las señoras por la ventana y decían: ‘Mira ven, tenemos ropa para vender’, y ya tenían amontonado todo”.

Él llega todos los días a las siete de la mañana y se va a las tres de la tarde. Sus mejores días de venta no son precisamente los fines de semana. Este anciano ayatero tiene un bulto de ropa en casa y dice que cuando lo termine de vender se retirará del oficio de forma definitiva.