Beber café como en el México antiguo

En el Café Río las personas se beben el tiempo a sorbos pequeños, sin azúcar, lo acompañan con un pay de dátiles, una conversación o un libro. A veces sólo se sientan a la mesa con las ausencias de quienes alguna vez transitaron por la calle Donceles y se quedaron ahí para siempre.

“Chinito, ¿me das un americano ligerito?”, pide Gema Serna Hauayek. Ella es la actual propietaria de Café Río, negocio que pertenece a su familia desde 1961, cuando su mamá, Lidia Nayer Hauayek, comenzó a hacerse cargo.

“Vienen artistas, escritores, políticos, todo tipo de gente que le gusta el buen café”, dice Gema con una de sus tres tazas diarias en la mano, sin endulzar, como lo acostumbraba su mamá, quien ya falleció.

Este lugar no sólo destaca por su antigüedad y por ser un negocio familiar, explica el cronista Jorge Pedro Uribe Llamas, también representa un tipo de comercio que resiste en el Centro Histórico.

“Los negocios tradicionales o históricos del Centro están desapareciendo a gran velocidad, gracias al turismo masivo, la especulación inmobiliaria, el aburguesamiento, el derecho de piso y otros problemones que las autoridades locales no han sabido o no han querido atender”, detalla el cronista.

En el Café Río, el mural de los cafetales ya olvidó la firma de su autor, pero aún muestra esos campos frescos. La máquina para tostar sigue en la entrada, ya no se usa, pero invita a crear nuevas historias en un escenario del pasado.

Gema cuenta que ahí uno podía encontrar al periodista Jacobo Zabludovsky o al empresario Carlos Slim, quienes tomaban café expreso; el escritor José Emilio Pacheco pedía americano; el poeta Vicente Quirarte bebe capuchino cuando va, al igual que la cronista Ángeles González Gamio y el historiador Guillermo Tovar y de Teresa.

También la actriz María Félix frecuentaba este sitio, no consumía, sólo se sentaba a esperar a que abriera el local de antigüedades que estaba en el piso de arriba.

Ángeles González Gamio relata en Los encantos de una calle que el Café Río era el favorito de los abogados que asistían a los tribunales, antes ubicados en el antiguo convento de La Enseñanza.

También iban los preparatorianos, no sólo por café, buscaban a la señora Lidia: “ella te aconsejaba para bien… unos le decían mamá”, recuerda Gema.

José Joaquín Blanco describió en Los mexicanos se pintan solos: “en los restos del barrio universitario (detrás de catedral) cafecitos como el Café Río, en Donceles, donde todos los poetas de la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso discutimos de rimas y de —¡oooooooh!— la Vida”.

¿Por qué todo esto pasa en torno al café? La investigadora Victoria Aupart dice que esta bebida es una de las drogas mejor aceptadas, tiene propiedades estimulantes: la cafeína altera los nervios y provoca “una lucidez inusitada que otras bebidas no contienen”.

Los cafés son lugares con una característica específica: “el invitar a hacerlo todo y a no hacer nada, no es un espacio que se defina por las actividades que se realizan al interior, sino por la múltiple gama de actividades que uno puede llegar a hacer”, dice Aupart.

En el Café Río las personas han elegido formar una comunidad. Un grupo de profesores se reúnen dos veces por semana desde hace cerca de medio siglo.

Otros casi son parte del lugar, como Jesús Castro, quien desde ahí vio desaparecer el tranvía, cambiar la circulación de los carros, “estaba sabroso antes… ahora donde quiera quieren plazas”, cuenta el hombre de 71 años.

“Venían muchos comerciantes, se han ido del Centro, unos se han muerto, pues va cambiando la vida, yo era joven, ahora ya no”, dice Gema con una carcajada.

En Donceles 86, la cafetera de los años 60 sigue despertando al barrio, permanece incansable, despachando una taza tras otra con sabores del México antiguo.