Hace unos días, la Ciudad de México fue escenario de una segunda protesta contra la gentrificación. Cientos de personas salieron a denunciar los impactos económicos, sociales y culturales del fenómeno. Más allá de las pancartas o los vidrios rotos, es necesario analizar con seriedad las repercusiones sociales de este proceso de transformación urbana.
La gentrificación es lo que en el campo de las políticas públicas se conoce como un wicked problem o problema complejo: no tiene una única definición ni soluciones sencillas. En su formulación clásica, el término se refería a la rehabilitación de barrios deteriorados tras la llegada de población con mayores ingresos.
Hoy en día, sin embargo, el concepto ha evolucionado. Ya no se trata únicamente del “rescate” de zonas urbanas, sino que en muchas ocasiones implica la destrucción de lo preexistente –casas, comercios, espacios comunitarios, prácticas sociales, tradiciones– para dar paso a nuevas construcciones que responden a los criterios estéticos y funcionales de una población distinta y con mayor poder adquisitivo.
Aunque la discusión pública se ha concentrado en el centro de la Ciudad de México, la gentrificación no se limita a esta zona. De hecho, se puede hablar de gentrificación de zonas turísticas como Acapulco o Cancún, y en entidades como Morelos, Estado de México, Puebla o Aguascalientes. Esto indica que no se trata únicamente de un fenómeno geográfico, sino de un proceso estructural vinculado a las oportunidades de inversión, apropiación y transformación del espacio urbano.
Para que la gentrificación ocurra, también es necesario construir un discurso que la respalde. Palabras como “progreso económico”, “desarrollo”, “crecimiento”, “inversión”, “plusvalía”, “desarrollos comerciales” o “derrama económica” se convierten en fórmulas retóricas que legitiman el despojo de las poblaciones originarias.
Desde una perspectiva económica, la gentrificación tiene al menos tres efectos negativos ampliamente documentados: 1. El incremento en los precios de la vivienda y del suelo; 2. La reestructuración del comercio local; 3. El aumento de los costos para residentes y personas desplazadas.
El primero de estos efectos se manifiesta con la llegada de nuevas poblaciones con mayor poder adquisitivo, lo que provoca el desarrollo de proyectos inmobiliarios de alto costo. Esto genera, a su vez, un contexto propicio para la especulación del valor de la tierra y de la vivienda. El resultado son incrementos en las rentas, en los pagos de predial y en los créditos hipotecarios, haciendo cada vez más difícil la permanencia de los habitantes originales.
El segundo efecto es la transformación del ecosistema comercial. Con frecuencia, los negocios familiares o de barrio son desplazados por cadenas comerciales, cafés de franquicia o restaurantes de alta gama. No solo se pierde así el acceso a bienes cotidianos asequibles, sino también fuentes de ingreso locales y modos de vida arraigados.
El tercer efecto —menos visible pero igualmente importante— es el aumento de los costos para las poblaciones afectadas. Por un lado, quienes logran permanecer en el barrio deben asumir mayores gastos de vivienda, servicios e impuestos; mientras que quienes son desplazados, al reubicarse en zonas periféricas, enfrentan mayores costos de transporte, tiempos de traslado más largos y dificultades para acceder a servicios públicos esenciales.
Quizás el punto más importante de todo esto es entender que la gentrificación no es un proceso espontáneo o natural del crecimiento económico. Es una decisión política, resultado de la acción, la omisión o incluso la colusión de las autoridades municipales, estatales y federales. Son estas instancias las que aprueban proyectos, otorgan permisos, aplican normativas laxas o, en el peor de los casos, se benefician directamente de los proyectos que generan.
Peor aún, en muchos casos las propias autoridades no solo permiten estos procesos, sino que los promueven con promesas de inversión en infraestructura o mejora de servicios públicos, que rara vez se cumplen. Lo que sí se observa, en cambio, es una sobresaturación de las redes eléctricas, hidráulicas, de drenaje y conectividad.
La gentrificación, en suma, no es sinónimo de progreso. Es una forma de reorganización del espacio urbano que perpetúa y profundiza las desigualdades. Lo que para algunos es sinónimo de desarrollo, para otros representa exclusión, despojo y desplazamiento. La discusión está sobre la mesa. Pero no será suficiente sin una legislación que garantice el derecho a la ciudad, proteja a las comunidades originarias y asegure que el crecimiento urbano no se dé a costa de quienes ya habitan esos espacios. Porque lo que está en juego no es solo la estética del paisaje urbano, sino la dignidad de las personas que lo habitan.