El exiliado mira hacia el pasado, lamiéndose las heridas; el inmigrante mira hacia el futuro, dispuesto a aprovechar las oportunidades a su alcance: Isabel Allende
La ciudad de Los Ángeles ha vuelto a ser, como tantas veces en su historia, el espejo convulso donde se proyectan los miedos y las contradicciones de un país. Esta vez, el epicentro fue el este de la ciudad, corazón migrante, donde la identidad mexicana no es nostalgia sino cotidianidad.
Ahí estallaron protestas tras redadas masivas ordenadas por la administración Trump; redadas que no distinguieron entre trabajadores documentados e indocumentados, entre padres de familia y estudiantes, sino que barrieron con la fuerza de una política que concibe al migrante como amenaza.
El toque de queda decretado por la alcaldesa Karen Bass -en un radio reducido, pero simbólicamente devastador- intenta contener no solo la violencia eventual de algunos grupos, sino la indignación legítima de miles que sienten que se ha cruzado una línea.
La imagen de marines patrullando las calles de una ciudad donde residen millones de latinos no es solo alarmante, es una interpelación directa al modelo democrático que Estados Unidos dice defender.
En este escenario, la voz de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha resonado: una frase dicha semanas atrás -“nos vamos a movilizar”- fue interpretada por la secretaria de Seguridad Nacional de EE. UU., Kristi Noem confundió movilización con insurrección, palabras y conceptos que en cierta medida pudieran ser antagónicos. La Dra. Sheinbaum respondió de inmediato: “es absolutamente falso; siempre hemos condenado la violencia”.
La frase fue emitida en el contexto de una amenaza de gravar las remesas que los migrantes mexicanos envían. Ella hablaba de una movilización diplomática, solidaria y sin violencia, no de disturbios callejeros.
Pero en política, las palabras son a menudo armas que otros disparan. Lo que está en juego no es un malentendido menor, sino el derecho de un país a defender a sus hijos en el extranjero sin ser acusado de subversión. Porque el migrante mexicano, ese que vive, trabaja y resiste no es un invasor: es parte del tejido social estadounidense.
Si la protesta se ha desbordado es porque se ha asfixiado durante demasiado tiempo el reclamo, ahora se han sumado otras ciudades de Estados Unidos a las protestas: Nueva York, Boston, Chicago, San Francisco, Denver y Seattle, pero es muy probable que luego de que sea publicado este artículo otras urbes se sumen a las protestas.
Como escribió Octavio Paz, “la libertad no necesita alas, lo que necesita es echar raíces”. Y es eso lo que reclaman estos hombres y mujeres: el derecho a echar raíces sin ser perseguidos, a protestar sin ser criminalizados.
Frente a la militarización del descontento, México ha respondido con firmeza, pero también con mesura. La presidenta Sheinbaum condenó la violencia, exigiendo respeto a los derechos humanos y ha defendido a los migrantes como parte esencial de la economía y de la dignidad compartida. Esta no es una defensa nacionalista, sino humanista.
Y ahí es donde el episodio adquiere otra dimensión: lo que se debate no es solo la política migratoria de Estados Unidos, sino su modelo de convivencia.
Cuando se prohíbe caminar por una calle después de las ocho de la noche, cuando se detiene a quien alza la voz o a quien lleva una bandera extranjera en la mano, el discurso de libertad se vacía de sentido.
El verdadero orden no se impone con fusiles, sino con justicia. Y en esa justicia debe caber el migrante, el distinto, el otro. Porque lo otro, decía Paz, no es lo contrario de lo mismo, sino lo que lo enriquece.
Esta crisis es, también, una oportunidad para repensar lo que une a México y Estados Unidos más allá de sus gobiernos: una historia entrelazada, millones de familias biculturales, una economía que se sostiene en la movilidad humana. Migrar no es un delito, es un acto tan antiguo como la historia. Criminalizarlo es negarse a ver el rostro humano del mundo moderno.
En ese sentido, el llamado de México no es a la confrontación, sino a la reflexión. Es una invitación a que el poderoso mire sin arrogancia a quienes construyen su país desde abajo.
Porque lo que ha estallado en Los Ángeles no es solo una protesta: es el eco de siglos de desigualdad, de fronteras que se imponen sobre los cuerpos, pero no sobre los sueños. Y si hoy el este de Los Ángeles es vigilado por soldados, también está habitado por la dignidad de quienes se niegan a ser invisibles.
Que no se olvide: allí donde alguien alza una bandera para pedir justicia, lo que flamea no es un símbolo de discordia, sino la memoria de todos los que han caminado sin papeles, pero con esperanza. Y esa esperanza, aunque hoy esté cercada, es más antigua y más profunda que cualquier decreto de toque de queda.