En días recientes se ha desatado toda una conversación, tan airada que parece pleito de barrio, acerca de si en México importa o no el color de la piel. Lo que debería ser un debate de fondo se trivializó (y se popularizó) porque en un programa de TV se usó el término «pigmentocracia» para referirse a la jerarquía del tono de piel y las redes sociales, ávidas siempre de una frase o palabra pegajosa, se enamoraron rápidamente del apelativo.

A mí la verdad no me gusta la palabra, más allá de si suena bien o mal, porque me parece que tiende a volver plano y unidimensional un asunto terriblemente complejo y que con frecuencia trasciende los colores de piel. Pero no quiero descalificarla, porque creo que independientemente de lo anterior, tiene gran mérito el poner el asunto sobre la mesa y en la discusión de sectores de la sociedad que no suelen ocuparse de estas cosas.

Genaro Lozano y sus invitados/panelistas discutían acerca de la Fórmula 1 en la Ciudad de México. En un comentario un poco al margen, un poco de refilón, Estefanía Veloz afirmó que a la F 1 solo van “blanquitos de ojos verdes”, o algo por el estilo. Supongo que no se ha dado una vuelta por el autódromo, porque quienes asisten tienen más bien verdes los billetes que los ojos, pero eso es lo de menos: si Estefanía no ha hecho honor a su apellido yendo a las carreras no se ha perdido de gran cosa. A mí me parece un espectáculo apenas tolerable visto en brevísimas dosis en la televisión, y francamente insoportable presenciado in situ, pero entiendo que hay a quienes les entretiene.

Ese no es el punto, sino el hecho de que hay quienes opinan que la discriminación en México es preponderantemente un asunto de colores y tonos y no, como yo lo veo, una de múltiples aristas que por supuesto incluyen el color de piel o la etnicidad, pero no se limitan a ellos.

En nuestro país se discrimina o excluye al pobre, primero que nada, pero da la casualidad (que es más bien causalidad) de que el pobre suele ser indígena o mestizo con preponderancia indígena. Ahí están las cifras que lo documentan: 75% de la población hablante de lengua indígena viven en situación de pobreza, cuando el promedio nacional es de 39%; los estados con mayores índices de pobreza son también los que mayor proporción de pueblos originarios tienen: Chiapas, Guerrero, Oaxaca y Veracruz. (Cifras del Coneval).

Pero se discrimina y maltrata, se excluye y margina también al que de una u otra forma es diferente: sea por su religión, su lugar de origen, su sexualidad, su apariencia, su condición socioeconómica, su discapacidad, su acento, su género. Son tantas las categorías de quienes manifiestan haber sido víctimas de discriminación o maltrato que nos engañaríamos pretendiendo que el problema no existe o que es meramente un asunto de tonalidad o pigmentación.

Hay realidades incómodas y dolorosas ante las cuales algunos prefieren desviar la mirada. Existen también casos de logros o superación individuales que no por meritorios y admirables dejan de ser las excepciones que confirman una regla de lógica elemental: en un país con los niveles de pobreza, marginación y desigualdad que tiene México, sería iluso creer que los más débiles y desprotegidos no son maltratados y discriminados.

Y para quienes se quejan (en voz alta o con pena, susurrando) de que quienes hablan de discriminación solo buscan dividirnos, les tengo una muy mala noticia: estamos divididos desde endenantes, como decían nuestros mayores. Divididos desde que no tratamos igual a todos, desde que hay quienes se molestan por los «igualados que no conocen su lugar», desde que los que cotidianamente hablan de prietos, nacos, gatas, chairos, indios o mugrosos súbitamente se indignan porque se les exhibe en sus prejuicios y complejos.

No, no es «pigmentocracia» aunque suene más mono y «nice» el término. Lo que hay en México se llama discriminación, simple y llanamente.

Analista político.

@gabrielguerrac