No es una exageración decir que el 5 de noviembre se decide el futuro del país. Las y los ministros de la Suprema Corte iniciarán la discusión del proyecto del ministro Juan Luis Alcántara Carrancá donde se propone la invalidez parcial de la reforma al Poder Judicial.
La reforma que se aprobó gracias al voto de Yunes y la ausencia de Daniel Barreda, senador de Movimiento Ciudadano. La reforma que generó, de mano de suspensiones (a mi consideración) dudosas, la crisis constitucional en la que nos encontramos el día de hoy.
Frente a esta reforma constitucional, la Suprema Corte de Justicia de la Nación se prepara para dar una respuesta histórica: decidir si una reforma de la Constitución puede contradecir los principios que ella misma defiende y que se erigen como los pilares de nuestra democracia.
Esto, lejos de ser un tecnicismo, tiene el potencial de redefinir nuestro sistema de justicia y el papel que este sistema juega en nuestras vidas. La pregunta es simple, pero provocadora: ¿deberían las y los jueces preocuparse más por ser populares que por aplicar e interpretar la Constitución?
La propuesta que se aprobó en la reforma judicial suena democrática, hasta amigable: que la gente pueda elegir a sus jueces. Sin embargo, someter a elecciones populares cargos que deberían estar protegidos de influencias externas no es solo una mala idea; es un ataque directo al principio de imparcialidad.
Un juez que debe complacer al electorado para mantener su puesto se convierte, en el mejor de los casos, en un político y, en el peor, en un títere de la opinión pública. El papel de una jueza es garantizar que la Constitución se aplique de manera justa, aun cuando el veredicto sea incómodo o impopular.
Para que la reforma al Poder Judicial tenga efecto, no basta con cambiar una ley cualquiera: hizo falta tocar la Constitución, ese acuerdo supremo que nos protege de que ciertas posturas del poder político se conviertan en reglas de vida para todas. Al final, el cambio que se busca no es menor.
Afecta de raíz la autonomía del Poder Judicial tanto local como federal pues, al someter a todas las personas juzgadoras al voto, se les obliga a actuar en función de lo que las mayorías prefieren, no de lo que la justicia demanda. Así, la reforma no solo se contenta con modificar el texto constitucional; busca transformar el ADN mismo del sistema judicial mexicano.
En el debate, los promoventes de la acción de inconstitucionalidad sostienen que esta reforma viola principios fundamentales que ni el poder reformador debería tocar. Al hacerlo, ponen sobre la mesa una discusión que México apenas ha tenido: la Constitución es nuestra norma más alta, sí, pero ¿hay partes que deberían ser intocables, pase lo que pase?
En otros países, como Colombia o Alemania, ya existen estos límites implícitos. La pregunta es si estamos listos o dispuestos para reconocer algo similar aquí.
Cuando escuchamos “independencia judicial”, puede sonar a abstracción o a privilegio burocrático, pero en realidad es una salvaguarda para todos. Imaginemos lo que ocurriría si las y los jueces se vieran obligados a decidir en función de lo que es popular, y no de lo que dice la Constitución.
¿Qué garantía tendríamos las personas que enfrentan juicios impopulares, en los que las decisiones tal vez no le agradan a la mayoría, pero son necesarias para proteger derechos?
El problema no termina ahí. La independencia judicial, junto con la inamovilidad de los jueces (es decir, que su cargo no dependa de quién tenga el poder político), asegura que el Poder Judicial sea un contrapeso frente a los otros poderes.
De lo contrario, si una persona juzgadora teme perder su puesto cada vez que se enfrenta a un caso complicado, podría inclinar la balanza en favor de intereses mayoritarios o políticos, en lugar de respetar la Constitución ¿Queremos un Poder Judicial que sea la última línea de defensa de los derechos ciudadanos o un tribunal que juegue al vaivén de las opiniones y las encuestas?
La SCJN, la cual tiene la facultad de interpretar la Constitución, ahora debe decidir si puede defenderla de reformas que vienen de su propio poder reformador. La cuestión es relevante, ya que la Suprema Corte de otros países ha establecido que ciertos principios no pueden modificarse, pues son fundamentales para mantener la coherencia de la Constitución misma.
Es posible que nuestra Corte decida que la independencia judicial, junto con el respeto a los derechos humanos y la división de poderes, es uno de esos principios intocables.
Esto plantea una reflexión crucial: ¿qué tanto pueden cambiar nuestros principios sin que dejemos de ser nosotros mismos? Si la justicia deja de ser neutral y empieza a bailar al son de la opinión pública, estaríamos viendo cómo los principios que nos protegen se diluyen y el Poder Judicial pierde la capacidad de actuar como una voz de razón y de equilibrio en tiempos difíciles.
La decisión de la Suprema Corte será histórica. Si se opone a la reforma, abrirá una nueva etapa en la historia constitucional del país, estableciendo que hay límites para el poder reformador. Sin embargo, si decide no intervenir, las consecuencias de esta omisión podrían resonar en cada esquina del país, especialmente cuando la justicia enfrente casos polémicos o impopulares.
La Corte tiene en sus manos la posibilidad de recordar que la Constitución no es solo un papel al que se le pueden hacer ajustes a conveniencia; es la base sobre la que se construye la justicia que debería protegernos a todos, incluso cuando somos la minoría, cuando no tenemos poder o cuando nuestras causas no son populares.
Así, la pregunta final permanece: ¿debe México tener una Constitución que se adapte al momento político, o necesitamos una Constitución que nos defienda de esos momentos? La respuesta, ahora, está en manos de la Corte.