El lunes pasado se publicó el Decreto por el que se establece una Comisión Presidencial para la Reforma Electoral: un precedente abiertamente contrario a la división de poderes a través del cual el gobierno pretende apropiarse de las funciones del Legislativo.
Desde 1977, todas las reformas electorales de nuestro país se construyeron a partir del diálogo entre el gobierno y las oposiciones. Durante casi cinco décadas, el punto de partida de esas modificaciones ha sido el reconocimiento de la pluralidad, la inclusión de voces diversas y la búsqueda de consensos entre ellas. No es casual: las reglas de la democracia sólo pueden ser legítimas cuando todos los actores políticos participan en su diseño.
El actual oficialismo ha intentado cambiar las normas vigentes en al menos dos ocasiones. En ambos casos fracasó, precisamente, por carecer de legitimidad. La primera vez no tenía la mayoría calificada para reformar la Constitución a su conveniencia.
El segundo intento -en el que sólo se hicieron reformas legales- se aprobó con tantas violaciones al procedimiento que fue invalidado por la Suprema Corte. Esta vez -con la mayoría calificada y una Corte capturada gracias a la reforma judicial- el gobierno tiene todo para aprobar cualquier cambio al sistema electoral.
La Comisión Presidencial es la confirmación de que la intención es imponer, no negociar, esos cambios. Su composición es exclusivamente gubernamental. Todos sus integrantes responden directamente a la Presidencia.
No hay ningún especialista, ningún representante de los partidos políticos ni de las autoridades electorales. Su diseño prefigura un ejercicio de simulación para validar decisiones tomadas de antemano, como sucedió con los foros para la reforma judicial.
Pero lo más grave es que esta Comisión pretende desplazar las funciones del Congreso Federal. El Legislativo no sólo tiene la representación de todas las fuerzas políticas, también tiene facultades constitucionales, espacios institucionales y experiencia histórica en la construcción de reformas de todo tipo. La Cámara de Diputados incluso cuenta con una Comisión para la Reforma Política-Electoral, con integrantes de todos los partidos.
Hablar de partidos no es hablar de sus dirigentes, sino de los ciudadanos a quienes dan representación. Esto es particularmente relevante en el caso de las oposiciones parlamentarias, pues éstas son, hoy, el espacio más importante donde las minorías nacionales aún encuentran un poco de incidencia política. Y, por ello, la exclusión de las oposiciones en los congresos es, en los hechos, la exclusión de millones de ciudadanos.
Así, el verdadero propósito del Decreto es crear un órgano paralelo que concentre la discusión esencial, relegando al Congreso a ser un simple ratificador.
Si bien formalmente la Comisión sólo redactará propuestas, sus amplias atribuciones -convocar al “pueblo”, realizar estudios, constituir grupos de trabajo- la convierten en el foro principal. La deliberación parlamentaria posterior no tendrá contenido real, ni sentido alguno; ni siquiera para legitimar la iniciativa presidencial.
La estrategia es particularmente escandalosa tratándose de una reforma electoral, probablemente la más trascendental en décadas. Las modificaciones anticipadas -debilitamiento de autoridades electorales, alteración de la representación proporcional y disminución del financiamiento a los partidos- transformarán radicalmente la representación y el equilibrio político en México. Una decisión así no puede emanar de un órgano unilateral, por más que quien lo encabeza haya tenido el respaldo mayoritario en las urnas.
Lamentablemente, el resultado es una simulación predecible: la Comisión Presidencial “confirmará” que la ciudadanía demanda exactamente las mismas reformas que proponga el oficialismo.
No es siquiera evidente que México necesite una reforma electoral en este momento. En cualquier caso, México no necesita una imposición gubernamental camuflada de reforma constitucional. Ni hoy ni nunca.