Soberbia moral

Qué manera tan sigilosa y cauta tiene la locura para instalarse en la mente y conducta de las personas. Cuando menos lo piensas ha entrado a tu casa y comienza a erosionar la cordura que tanto tiempo te había llevado construir. Más que en un espejo, el lugar donde se reflejan tus actos o juicios delirantes es en los ojos de tus amigos o de las personas que son observadoras. Las nuevas cicatrices o marcas mentales que uno es incapaz de ver, ellos las descubren de inmediato. Yo evito las discusiones acerca de la pandemia en la que hoy todos son expertos (aun así yo creo que es una acción prudente que el gobierno de la Ciudad de México haya preservado en lo posible la libertad de tránsito en una de las urbes más grandes del mundo; al menos es posible caminar sin máscara dejando de lado el acoso de la policía). Como saben ustedes yo soy un bárbaro que intenta no molestar a nadie. En mi casa he recibido a toda clase de amigos y lo que he notado es que una mayoría luce ciertos trastornos mentales a causa del temor al apocalipsis, consecuencia de sus largos encierros y de las fracturas económicas, familiares y cotidianas a donde los ha conducido esta enfermedad, casi tan exagerada como la muerte. Sí, soy un bárbaro que incluso hago actual el siguiente párrafo de Villaurrutia: “En momentos como los que ahora vivimos, la muerte es lo único que no le pueden quitar al hombre”. A mi favor diré que la época que me ha tocado vivir me sobrepasa en barbarie y cinismo. No pertenezco a esa especie de universidad militar que se conoce como aldea global y que es manipulada, explotada y representada por corporaciones que hablan de libertad o progreso a todos sus súbditos o clientes cautivos. No me excita un ápice sumarme a una ética proveniente del mundo del mercado, de la tecnología disparatada y de la banalidad continua que ha sustituido al humanismo y a las ideas de los pensadores más finos. Yo provengo de un país humilde, México, en donde el pensamiento crítico no ha llevado las riendas desde hace un tiempo que experimento ya como inmemorial. Mi juicio anterior no es un argumento histórico. No deberíamos equivocarnos: deploro los argumentos como única versión de la “verdad” ya que de inmediato te encierran en un juego en cuyas reglas la experiencia de uno mismo no intervino ni tuvo nada que ver. Huyo a toda conversación dogmática en que una lógica elemental implanta límites, de la misma manera que el cuidador de un zoológico abre o cierra las jaulas de los simios (la soberbia moral de quien usa tapabocas y se ostenta como héroe civil es insufrible). El argumento o la conversación ordenada o marcial es un arma poderosa, pero no es efectiva para convertirme en perdedor o en el cautivo de mis enemigos. O lo que es peor: en hacerme un ganador de discusiones lo cual, en mi opinión, es sinónimo de defraudador o criminal. Si bien creo que los seres humanos son teorías bípedas, hoy en día pienso que más bien son escopetas cargadas de juicios aberrantes. A ello súmenle la locura colectiva causada por un virus mediocre que, además, requiere de mucha ayuda para matar. Por otra parte, no infieran que al declararme un bárbaro me estoy curando en salud o cuidándome las espaldas, o que me asumo como incapaz de la discusión o del intercambio de juicios. Creo que persuadir a alguien de que no haga tonterías es una buena acción, pero de la misma manera sugiero que desobedecer sea también una acción que siempre tengamos en mente cuando alguien nos ordena seguir una ruta dogmática. Los argumentos y estadísticas requieren el sustento de la circunstancia, la subjetividad, la persona singular y libre, la mirada, el humor, las palmeras, las nubes, etc...