Los tiroteos en Estados Unidos y en otros países son, lamentablemente, eventos frecuentes que requieren ser comprendidos y atendidos con seriedad. Sin embargo, no todos tienen las mismas características ni responden a las mismas motivaciones.
El ocurrido el miércoles en Minneapolis es un buen ejemplo para ilustrarlo. Una persona, identificada por la policía como Robin Westman, una mujer transgénero, abrió fuego contra las ventanas de una iglesia católica, asesinando a dos niños y dejando 18 heridos. Westman murió tras dispararse a sí misma. Aunque la policía aún no ha establecido la motivación, el FBI investiga el caso como un acto de terrorismo doméstico y un crimen de odio contra católicos. ¿Qué define si un ataque de este tipo constituye terrorismo? ¿Cómo opera el terrorismo en casos así? Algunos apuntes al respecto:
Primero, el término “terrorismo” está altamente politizado y con frecuencia se utiliza para describir casi cualquier forma de violencia que se perciba como extrema. Sin embargo, el terrorismo no es cualquier violencia que produce terror, sino violencia concebida y premeditada para producir terror. En el terrorismo, el actor atacante busca emplear a las víctimas directas (civiles o no combatientes) como instrumentos para inducir un estado de shock o miedo exacerbado en terceras personas, las víctimas indirectas, que no sufren el ataque en términos físicos, pero sí en términos psicológicos. De ese modo, el terror funciona como vehículo para comunicar reivindicaciones, metas o visiones políticas, influir sobre actitudes, opiniones o conductas de esos terceros y, en consecuencia, ejercer presión política sobre liderazgos o personas que toman decisiones.
Ello nos obliga a estudiar tanto la psicología de la persona atacante y su proceso de radicalización como los efectos psicosociales y políticos producidos en amplios sectores de la sociedad, lo que nos lleva al rol de medios y redes en la propagación de las ideas de quien planea un atentado. Así, la dimensión de un ataque terrorista no está en la cantidad de víctimas o daños materiales ocasionados, sino en la magnitud de los efectos psicosociales y políticos que logra el perpetrador y el alcance de la cobertura que obtiene.
Cuando operan este tipo de dinámicas, el acceso a las armas pasa a un segundo plano. Ciertamente, la facilidad para obtenerlas, como ocurre en Estados Unidos, favorece la comisión de estos actos y sobre todo su letalidad. Pero cuando hay una ideología que motiva atentados así, basta un cuchillo, machete o navaja y un teléfono para filmar. Esto nos lleva a la necesidad de monitorear y estudiar el fenómeno a nivel global, no solo cuando ocurre en Estados Unidos o Europa.
Por último, más allá de identificar tendencias, cada caso debe analizarse de manera específica. Por ello, el tiroteo en Minnesota merece seguimiento detallado. El caso está siendo investigado como terrorismo, efectivamente, porque todo indica que la motivación del acto podría ser ideológica, aunque esto deberá confirmarse. La mecánica de un acto así, en teoría, consiste en que una atacante como Westman, usando la violencia como herramienta, logra obtener una enorme cobertura en medios y redes. Gracias a ello, millones de personas se exponen a sus publicaciones. La estadística muestra que una parte de ese público aceptará la ideología, aunque no los métodos violentos (lo que genera seguidores blandos). Pero un pequeño porcentaje validará tanto las ideas como los métodos (seguidores duros).
Entenderlo importa porque no se trata de “cualquier clase” de violencia, sino de una categoría muy concreta, con efectos psicológicos y políticos que se amplifican en la medida en que nuestras sociedades están más interconectadas.