Para Mónica Laura Vázquez Maggio, con mi afecto solidario
“Debo decir, con toda modestia, lo que me considero: insustituible. El destino del Reich depende únicamente de mí” (Adolfo Hitler a los oficiales de su ejército el 23 de noviembre de 1939 al instarles a preparar sin mayores dilaciones el ataque a Francia y Gran Bretaña, citado en Ian Kershaw, 2022, Personalidad y poder. Forjadores y destructores de la Europa moderna, Editorial Planeta, Barcelona, p. 113).
En la opinión de algunos importantes economistas, como Paul Krugman y Adam Tooze, el reciente acuerdo alcanzado por la representante de la Unión Europea, Úrsula von der Leyen, con el presidente Trump, contiene una parte de realidad -los infaltables aranceles- y otras dos de ficción: las cantidades bíblicas de euros por invertir en los Estados Unidos, y los destinados a la compra de energéticos y armamentos estadounidenses. La afirmación de Krugman, en el sentido de una actitud europea mentirosa merece una precisión: en buenas matemáticas, solo fue medio mentirosa. Bruselas no representa a las empresas europeas ni puede definir sus compras y la Unión europea no tiene de dónde sacar 600 mil millones de euros o de dólares para invertirlos en ningún lado.
Las victorias de Trump, en el camino de las elecciones intermedias en su país y, en el más corto, hacia el Premio Nobel de la Paz 2025, no tienen por qué ser concretas; en su fantasioso mundo, la ficción es tan importante como la realidad y, sin mayor complicación, camina entre ambas.
En su Chartbook 403 (8/08/25, Trump como Gulliver… sin ropa), Tooze evoca al socialista belga Paul Henry Spaak, quien alguna vez hizo una peculiar descripción de los Estados europeos: “Solo hay dos tipos de Estados en Europa: los Estados pequeños y los Estados que aún no se han dado cuenta de su pequeñez”; las observaciones sobre el mentado acuerdo son muy poco compasivas con doña Úrsula. Para Viktor Orbán, Trump “se la desayunó sin problema”; para Marc de Vos, 2025 es, para Europa, “el verano de la humillación”.
El saldo neto es que, con decirle a Donald Trump lo que quiere escuchar, sintiéndose -como se siente- igual de insustituible que, en su momento, Adolfo Hitler, parece válido suponer que el dicho se convierte en hecho.
Donde la cosa se complica, y mucho, es en la inutilidad de las amenazas trumpianas a Rusia por no pactar un cese al fuego en Ucrania; al tener tantas sanciones como Irán, don Vladimir Putin ha demostrado que puede vivir con ellas, que no le asusta el petate del muerto y que solo negociará mediante el retiro de todas ellas. Nada fácil la tiene Trump frente al presidente ruso que, de paso, aspira a conservar el territorio ucraniano ganado hasta el momento de las, en apariencia poco cercanas, negociaciones de las que, en su caso, excluye a Volodímir Zelensky. Una especie de reedición de la Paz de Brest-Litovsk de 1918, nomás que al revés y con ciertas posibilidades de concreción.
También en su caso, las pláticas no se llevarán a cabo en ningún Resort golfístico del gobernante estadounidense y el probable anfitrión turco, tan autoritario como su vecino eslavo, no representa ninguna garantía de neutralidad. Será un espacio en el que Trump tendrá un baño de realidad, sin el consolador paño de la ficción; desde su primer mandato, no hay que olvidarlo, Putin le tiene tomada la medida. Para que se vaya conociendo en sus limitaciones y, de paso, modere sus aspiraciones.








