*Historias renovadas

*Dolor de conciencia

Apenas se designó a Luis Donaldo Colosio candidato del PRI a la Presidencia en noviembre de 1993, el exmandatario Luis Echeverría, desde su heredad de San Jerónimo y ante un apretado grupo de contertulios variopintos –un empresario, un político y un escritor entre otros-, se permitió una reflexión sobre el pasado y el futuro del país:

--La verdadera dimensión de un político –expresó sin requiebros en la voz-, la otorga el ejercicio del poder. Sólo entonces podemos medirlo.

Él mismo confesaba, aunque no fuese esa su intención, las limitantes que debió asimilar durante el largo preámbulo a la nominación esperada. Más todavía cuando quien le señaló pasó a la historia como uno de los personajes más autoritarios de la segunda mitad del siglo XX: Gustavo Díaz Ordaz. Es fama que éste no dejaba ni respirar a sus colaboradores en su presencia y a algunos los trataba francamente mal, desdeñoso y mordaz. Quizá por eso Echeverría agregó sobre el perfil del nuevo abanderado del entonces partido invencible:

--Se parece a mí. Ha sido muy discreto como secretario de Estado. Ya tendrá tiempo para hablar.

¡Y lo decía quien se había caracterizado por su irrefrenable locuacidad! El horizonte, dada esta condición, no resultaba nada halagüeño y no teníamos, al alcance cuando menos, refugio alguno.

De acuerdo al modelo presidencialista, estructurado por la Carta Magna para legitimar y aglutinar la representación del Estado y el ejercicio del gobierno en una sola voluntad, son escasas las salidas de la sociedad ante los excesos de quien desempeña la titularidad del Ejecutivo. No hay recursos jurídicos válidos, aunque técnicamente existan, ante la constancia de impunidad que delinea el cauce del sistema político mexicano. De esta forma, las querellas contra los mandatarios, lo mismo ayer y hoy, no dejan de ser pasajes anecdóticos anclados en la ironía popular. Hay mofa, no justicia aun cuando la descalificación colectiva sentencie a los predadores.

Pongamos ejemplos. Al propio Echeverría, señalado como genocida por su intervención en la matanza de Tlatelolco, se le procesó sin alcanzar castigo por razones de edad y consideraciones políticas que determinaron el uso electoral del caso –en vísperas de los comicios de 2006- para luego zanjarlo sin el menor rubor. Esto es: se aprovechó el escándalo para escarnecer a los herederos del priismo presidencialista y después se bajaron las cortinas con el propósito de no interrumpir la continuidad sustentada con el aval de los viejos aliados del establishment perfectamente reacomodados después de la primera alternancia.

También José López Portillo fue denunciado, por peculado, bajo el alegato de haber hecho uso incorrecto de los empréstitos signados bajo su mandato puesto que no había constancia alguna de haber sido destinados a “causas de utilidad pública” como reza el ordenamiento superior. El maestro Ignacio Burgoa Orihuela, cuya presencia se añora, instrumentó la querella, armada sin el menor resquicio visceral y con apego a derecho del que fue él uno de sus mayores especialistas, sin que se le diera continuidad a la misma. El presidencialismo, sencillamente, obró para desdeñar el asunto y archivarlo sin la menor intención de proceder legalmente. Primero la consigna; después la ley y quienes están destinados, supuestamente, a aplicarla.

Por las alcobas

Los “ex” tienen, además, las pieles muy sensibles. Y suelen, para colmo, escudarse en sus enfados para evadirse de las más sonoras acusaciones en su contra.

Es curioso, al maestro de América, José Vasconcelos había algo que le disgustaba profundamente:

--Yo no soy escritor –clamaba- sino político. Me encasillan como literato para no darme crédito como lo que verdaderamente represento.

Y, desde luego, hablamos de una de las mayores plumas de la República con la que ganó, además, prestigio universal. Incluso en Madrid, por el rumbo de la estación de Chamartín, una calle le recuerda y nos convoca al orgullo.

En el plano de los devastadores también se da la inclinación por negar el elemento que los caracteriza. López Portillo me reclamó alguna vez.

--Diga de mí cuanto quiera... ¡pero no soy frívolo!

Pero fue la frivolidad, sin duda, la que le dio sello. Así también De la Madrid, quien no toleraba que se le dijera deshonesto... cuando nunca fue capaz de explicar, y se llevó el secreto a la tumba, el destino de los más de cuarenta millones de dólares que cursó hacia Suiza y descubrió Anderson, acaso apenas una hebra de la madeja. Y lo mismo Fox, quien dice, a cuantos quieran escucharlo, que sus haberes son producto de su trabajo aunque no pueda justificarlos con sus emolumentos presidenciales ni los pobres ingresos, que él dijo habían cesado cuando ocupó la Primera Magistratura, de las empresas familiares.

Por el presidencialismo, las pieles ultrasensibles reemplazan las demandas de justicia y las ahogan.

loretdemola.rafael@yahoo.com