Este pasado 1º de mayo, en el marco del Día Internacional del Trabajo, el secretario del Trabajo y Previsión Social del gobierno federal, Marath Bolaños, anunció que México avanzará hacia la reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales de manera paulatina, con miras a alcanzar ese objetivo hacia el año 2030.
Este anuncio no solo marca un hito en la política laboral del país, sino que reactiva una de las demandas históricas del movimiento obrero: el derecho al tiempo.
La instauración del 1º de mayo como jornada internacional de lucha no fue un gesto simbólico ni una efeméride vacía: fue el resultado de una experiencia concreta de rebelión obrera y afirmación colectiva frente al orden capitalista.
Como recordó Rosa Luxemburgo, la chispa se encendió en Australia en 1856, cuando los trabajadores se lanzaron a la huelga y tomaron las calles con mítines y celebraciones para exigir la jornada de ocho horas. Aquella acción no solo interrumpió la rutina de la explotación: encendió la imaginación política de la clase trabajadora.
Lo que empezó como un día de paro, se convirtió en una herramienta de agitación, en una fecha para demostrar que los esclavos de las fábricas podían alzarse como sujetos de transformación.
La fuerza de esa primera movilización hizo que la jornada se repitiera año tras año. Y como ocurre con las ideas que nacen del pueblo y de su combate, se propagó sin permiso, atravesó fronteras y se volvió práctica internacional.
No fue una orden desde arriba, sino una oleada desde abajo: el 1º de mayo emergió como la demostración viva de que la historia no la hacen los gobiernos ni los dueños del capital, sino quienes con su cuerpo sostienen el mundo.
Reducir la jornada laboral no significa trabajar menos, sino trabajar mejor. Es una apuesta por reorganizar el tiempo social, por distribuir de forma más equitativa el trabajo remunerado y no remunerado, y por reconocer que el desarrollo no se mide únicamente por la acumulación económica, sino también por la calidad de vida.
Que el Estado mexicano asuma esta reforma como una meta nacional no solo es un acto de justicia, sino un gesto de memoria: recordar que el 1º de mayo es, ante todo, una fecha para transformar el presente desde las luchas del pasado.
Y es importante mencionarlo: la reducción de la jornada laboral a 40 horas no es una concesión generosa del poder ni una medida técnica surgida de un gabinete ilustrado: es una demanda histórica de la clase trabajadora que lleva décadas exigiéndose desde sindicatos, organizaciones populares y espacios de lucha obrera.
Sin embargo, no ha sido sino hasta los últimos meses que esta exigencia ha resonado con fuerza renovada en la discusión pública. Hoy, con mayoría en ambas cámaras, el partido en el poder tiene ante sí una oportunidad histórica para saldar esa deuda: avanzar hacia una vida más justa para millones de trabajadoras y trabajadores. Y, sin embargo, el camino elegido no ha sido inmediato, sino paulatino.
Esta decisión merece ser discutida. Por un lado, no podemos dejar de señalar que la urgencia está sobre la mesa: la precarización no espera, y el tiempo vital que se pierde en jornadas interminables no se recupera.
Pero también es cierto que la implementación gradual puede ser una táctica, no una claudicación. No por agradar a los empresarios ni para calmar a los dueños del capital -que han vivido de la sobreexplotación durante siglos-, sino por las propias implicaciones estructurales en el mercado de trabajo.
Como ha señalado el economista Luis Monroy, una reducción de este tipo implica una reconfiguración profunda del mercado laboral en México. La estrategia, entonces, puede ser una herramienta de la lucha, siempre y cuando no se convierta en excusa para postergar lo impostergable.
Lo gradual no debe ser sinónimo de tibieza: debe ser un camino decidido, con calendario firme y con la voz organizada de la clase trabajadora vigilando que no se diluya en promesas vacías.